J.J. Armas Marcelo



Cuando me desperté, Haro Tecglen seguía allí. Durante toda su vida, que fue atroz, quiso acabar con el teatro, pero el teatro terminó con él. Tuvo una muerte terrible. En mi sueño estamos en Córdoba, paseando por la mezquita y nos encontramos de repente con Ginsberg, el poeta beatnik, que aúlla enloquecido. Es su poema favorito: Aullar. "Aúlla, luego cabalgamos", le digo a Haro. Recuerdo entonces que la única vez que me metí en la cosa del teatro, Haro me trató muy mal, como en algunos de sus artículos, a los que siempre contesté, así que no me digan ahora que estoy lapidando a un muerto porque cuando vivía también le pegué sus golpes. En realidad, el mejor episodio de la vida de Ginsberg, eso lo recuerdo también en mi pesadilla otoñal y esperpéntica, fue un viaje que hizo a La Habana creyéndose que estaba en el cielo de la libertad. Lo llamaron a una emisora de radio para que hablara de sus poemas y Ginsberg comenzó a contar un sueño erótico que había tenido la noche anterior con el Che Guevara, el asesino asmático. De repente, entró la policía mientras el poeta hablaba de sus amores soñados con el argentino y lo sacaron entre dos en el aire, lo llevaron a la habitación de su hotel, lo obligaron a que hiciera de cualquier modo la maleta y lo pusieron en un avión de camino a New York. No sé por qué pero en la pesadilla que les cuento Ginsberg está siempre en camisa de pijama, desnudo de medio cuerpo abajo, y grita todo el tiempo (aullando): "¡Che, Che, amol de mi aaalma y de mis entrañaaas...!". Todo el tiempo así.



Después estoy en City Lights, asociación de imágenes en el sueño, en la librería de Lawrence Ferlinghetti. Hablo con el viejo y lo invito a tomarte conmigo unos tragos en la vinoteca de Fracis Ford Coppola, que está a dos cuadras de la librería del viejo, vinos espléndidos del valle de Napa, pero el poeta me dice que no está para esos trotes, "para esa mierda", me dice, como si fuera un actor de Holliwood. Ahora, en el sueño, son dos contra uno: está Haro y baila una música siniestra con el Enano de Twin Peaks, quien hacía siglos que no aparecía en mis pesadillas. Vean la escena: el gigante Haro y el Enano bailando, mientras David Lynch rueda la escena como si fuera una película de Almódovar. En una esquina del sueño, se me apetece la sombra de Damián Rabal: está sentado en el viejo Oliver de nuestros mejores años. "Es el único", dice Damián (se refiere a Almodóvar), "los demás son unos monaguillos a su lado". La pesadilla sigue porque ahora estoy en el Privé, ya desaparecido (calle Villalar) en una madrugada gélida, con muchos tragos encima, trasegándonos unos buenos platos de garbanzos calientes. "Este es el canario", le dice Fernando Fernán Gómez a Haro. "Cuídamelo, que es un amigo", le dice, pero Haro no me cuida nada, mira para Umbral, repentinamente aparecido en mi sueño de pesadilla, y los dos se ríen de mi modo de comer garbanzos. José Esteban, que también está allí (famoso en toda Polonia por su nombre de verdad, Josef Storvan), trata de defenderme, pero como son más de las dos de la madrugada, pican casi las cinco, habla en euskera y sólo lo entiendo yo, que soy su único traductor en el mundo. Y nada más a Storvan aparece el cura Arzalluz, que invita a Pepe a hablar "un poquito en vasco".



El sueño de la sinrazón provoca esperpentos, me digo dentro de esta caja mágica de Lewis Carroll, con Malcolm Lowry bebiendo ginebra en la orilla de un mar que nunca he visto (aunque me suenan sus aguas: tal vez el Mar de Cortés) y toca el ukelele, una canción de resistencia de la guerra española. Sudo. Creo que tengo fiebre. O es frío. Storvan entra de nuevo en escena, imagínense la locura: Haro y el Enano bailando; Arzalluz pidiendo hablar "un poquito en vasco", Fernán Gómez gritando no me molesten, Ginsberg en pijama y medio desnudo saliendo obligatoriamente de La Habana, pasaportado por avión por soñar un amorío pasional con el Che. Y yo, en medio, en la cama: sueño que me veo desde arriba, tiritando de frío o de calor, no sé bien.. Antes de abrir los ojos del todo, sueño que me estoy despertando. Y cuando me desperté (aunque sé que sigo durmiendo), el dinosaurio seguía allí...