J.J. Armas Marcelo



Aunque Persona non grata es una cicatriz literaria irrefutable, es totalmente injusto (y sectario) tildar a Jorge Edwards de escritor de un solo libro. Un libro, Persona non grata, que se ha transformado en clásico y necesario. Leído y releído, sigue discutiéndose en foros literarios, académicos y políticos, y partiendo en dos mitades esa misma discusión ideológica que debería haber dejado de serlo desde hace ya muchos años. Pero así es la ceguera cuando se quiere llevar hasta más allá del abismo. Ahora, la publicación de Los círculos morados (Lumen) da pie a otra discusión interesante: si hoy por hoy no será (o es) Jorge Edwards el mejor memorialista de nuestra lengua y literatura. Edwards, escritor lento y cotidiano, confiesa escribir a más de diez mil kilómetros de distancia del lugar de los hechos y mucho tiempo después de que esos mismos hechos tuvieran lugar. El resultado es delicioso y deslumbrante: Los círculos morados, título que hace alusión al color morado que quedaba en los labios de los adolescentes que tomaban el mal vino de la época.



Para tener esa memoria de la que alardea Edwards en su escritura, hay que abandonar el pudor, sumergirse en la impudicia de los recuerdos, ordenarlos, reorganizarlos y reactivarlos antes de que se conviertan en el género literario que llamamos memoria. Un libro de memorias se escribe para provocar la verdad escondida o para estar al borde mismo de la cárcel. Edwards, con la distancia del tiempo y el espacio suficientes, escribe un libro amable con amables verdades ocultas que en su momento fueron secretos horribles y hoy no tienen mayor sentido en su silencio o escándalo. "Familia, os detesto", escribió André Gide. "Familia, os detesto", escribió el novelista Edwards poniendo la frase en el protagonista de El inútil de la familia. Y para escribir La muerte de Montaigne, el chileno se bañó y empapó de la vida y el pensamiento del francés, tanto que hay queda algo, en la escritura de esa novela-reflexión, y en la escritura de estas memorias de ahora, un comienzo que camina, sin embargo, entre Persona non grata y Adiós, poeta, su libro sobre Neruda.



En bastantes conversaciones se lo escuché decir una y otra vez: que él tendría que escribir una novela (o una memoria que pareciera novela) sobre el Neruda asiático, sobre los viajes del aventurero comunista, sobre los amores y amoríos del poeta; a lo largo y ancho de esas conversaciones, durante cuarenta años de cómplice amistad, lo he empujado a que su memoria escrita vaya por los derroteros que todos esperamos: que escriba los recuerdos y los secretos, la vida secreta de aquellos escritores que fueron el cogollito del boom, al que él mismo perteneció, aunque siempre de perfil, tal fue la fuerza de Persona non grata. Estoy seguro de que esa escritura, la del libro pendiente sobre los años 60 y 70 del siglo pasado en la tramoya de los escritores latinoamericanos, será una epifanía para todos, un descubrimiento de sucesos y personas a las que no se ha rendido ni el más ligero homenaje de recuerdo. Sí, laterales, pero sustanciales: Ricardo Muñoz Suay, por ejemplo, los médicos de familia de aquella gente legendaria, sus enfermedades crónicas o inventadas, cartas como aquella de Carlos Fuentes al propio Edwards, que parece de un escolar a otro: "Te propongo un pacto, tú no hablas más de mí y yo tampoco de ti", le escribió el mexicano. O algo por el estilo.



Y al hablar del estilo, otro aplauso para Edwards: hasta en los más amargos recuerdos hay una cierta dulzura que limpia de rencor la plata de la memoria. Las páginas dedicadas a Alberto Hurtado, que fue su profesor y hoy es santo de la Iglesia Católica, y su lectura de Miguel de Unamuno es una maravilla. A mí me hizo recordar la repugnancia que por el filósofo teñía el obispo vasco Pildain Zapiain, que negaba también el pan y la sal a Pérez Galdós, por anticlerical y hereje. Y luego está, en todas las esquinas del papel y las páginas, la familia, los recuerdos buenos de la familia y los recuerdos no tan buenos de la sangre. Por eso es muy saludable tener una cierta edad, una distancia de las cosas, y una gran memoria suelta, impúdica hasta donde dé lugar, para escribir sobre nuestra propia memoria.