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Opinión

Madrid

20 diciembre, 2013 01:00

Ignacio García May

El teatro madrileño tiene muchas virtudes, pero la generosidad no es una de ellas: la mezquindad de esa capital hacia sus hijos, sobre todo si estos se dedican al arte, raya en lo legendario. Ahora, con la crisis, vivimos un espejismo de solidaridad y buen rollito, pero eso sólo es producto de dos factores: el cabreo y el pánico. Utilizo la palabra "mezquindad", y lo hago con conciencia. Porque si, por alguna razón, uno de esos hijos tiene "éxito" en algún otro lugar (en Hollywood, en Nueva York, en París), entonces la ciudad, como una puta, hace como si no hubiera pasado nada y empieza a exhibir su amor apasionado e incondicional hacia el vástago, que no es que sea mejor ni peor que antes, pero se ha convertido en triunfador. Cela dijo una vez que en España el que aguanta, gana. La gente se tomó esto como un elogio hacia el esfuerzo, pero ese gallego antipático y buen escritor estaba siendo literal: como hagas lo que hagas (y si no haces, también) te van a sacudir y es imposible derrotar a los enemigos porque vienen en batallones, lo único que queda es soportar los puñetazos, como los buenos fajadores. Antes o después se aburrirán de ti y la emprenderán con el siguiente pardillo en lista. Madrid es eso, pero aumentado a la enésima potencia. Como además, y a diferencia de otras autonomías, carece de una mitología rimbombante en la que refugiar sus traumas, se permite ser cruel. Los aficionados al ocultismo dicen que tanto Felipe II como Franco hicieron construir sus respectivos delirios monumentales en torno a Cuelgamuros porque ahí está una de las entradas al infierno. Fíjate: no me extrañaría nada que fuera verdad.