Ningún otro director teatral español actual ha sido tan sistemática y vilmente prejuzgado como Juan Carlos Pérez de la Fuente. Hizo una excelente tarea al frente del CDN, y el Ministerio se la pagó despidiéndole por fax. Tuvo que ocuparse de las termitas que infestaban el edificio y se le acusó de haber empezado su gestión cerrando el teatro. Sacó adelante el proyecto del Valle-Inclán y se publicó (en un periódico importante) que pretendía vender el solar de Lavapiés a un centro comercial. Apostó sin ambigüedades por los autores españoles vivos y le recriminaron que sólo programaba a viejos, pasando por alto el hecho de que estaba pagando una deuda que nuestro teatro nacional tenía con sus dramaturgos y que sus antecesores se habían negado a satisfacer.



Este verano, a los cinco minutos de ser nombrado director del Español, se leían en las redes sociales todo tipo de bajezas sobre él escritas por gentes que, en su mayoría, ni le han tratado personalmente. En la rueda de prensa de su presentación hubo muchos informadores, pero pocos profesionales del teatro; a muchos les daba miedo que les fotografiaran allí, aunque esa misma tarde estaban friéndole a llamadas para pedirle favores. La única y exclusiva razón para toda esta infamia es el hecho de que Juan Carlos es conservador y católico en una profesión donde el carné de progre es obligatorio. Tiene guasa, porque me consta que se ha enfrentado al poder más veces, y con más fiereza (aunque con menos autopropaganda) que algunos que van de Che Guevara. El Español es una patata muy caliente, pero de Juan Carlos puedo decir una cosa: se dejará la piel por hacer bien su trabajo.