Fernando Aramburu

La enfermedad pulmonar, el amor de una mujer, la melancolía, la afición al cambio, al movimiento, a la novedad: son numerosas las razones que llevaron a Robert Louis Stevenson, ya desde edad temprana, a abandonar su Edimburgo natal y emprender viajes diversos, en una época en que recorrer el mundo todavía entrañaba riesgo y aventura. Acaso lo apretaba la convicción de que no viviría mucho tiempo. André Gide sostuvo que la vida lo embriagaba. A pie, en compañía de un asno, en trenes decimonónicos, en barcos frágiles, este hombre, que fue un prodigioso narrador, se movió por el planeta como otros por su casa. El provecho literario que extrajo de su experiencia viajera es una de las mayores delicias que ha dado la literatura. Coherentemente Stevenson murió lejos, en una isla del Pacífico; incoherentemente lo vinculamos con la lejanía, a él que puso tanto empeño en abolirla.