Agustín Fernández Mallo

Días atrás trabajé en esta idea, que extraje de un libro del paleontólogo Stephen Jay Gould: en sus trabajos, los paleontólogos se enfrentan a una frustración irremediable, los registros fósiles siempre son sólidos, principalmente huesos y dientes, y nada informan de las partes blandas de los cuerpos, sujetas a la descomposición. Así, deben inferir esas otras partes, o fiarse de relatos orales o dibujos en caso de existir. Tal certeza no deja de ser tan sugerente como conmovedora. Creí entender entonces que no sólo la paleontología sino todas las reconstrucciones del pasado, ya sea remoto o reciente, se hacen a través de esquemas ciertos (residuos sólidos) y material inventado (partes blandas). Así la historiografía, así las religiones, así las ideologías, así los noticiarios. Hechos que hallamos como se hallan dientes y huesos, estructuras sólidas a las que cada generación -o cada ideología o corriente- va añadiendo órganos de innumerables formas hasta conformar su propia idea de cuerpo.



Días atrás también releí a Joseph Brodsky, poeta ruso fallecido en Nueva York, impulsor de la corriente postrealista, crítica con la literatura soviética oficial de los años 60. En su discurso de recogida del Premio Nobel de Literatura, en 1987, decía: "Mirando hacia atrás puedo decir que empezamos en un espacio vacío, mejor dicho, en un espacio que asustaba por su desolación, y que nos precitábamos -más intuitivamente que conscientemente- a la creación de un efecto de continuidad de la cultura, a la reconstrucción de sus formas y tropos, a dar cuerpo a sus formas con un nuevo contenido que, en nuestra opinión, era moderno".



Lo que vengo a decir es que los Mesías, como los dinosaurios que filmara Spielberg o la caída del Muro de Berlín, son una construcción, un invento.