Image: Nick Cave

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Opinión

Nick Cave

19 diciembre, 2014 01:00

Eloy Tizón

El rock, ante que nada, es una mitología. Gran parte de su narrativa se concentra en alentar, apuntalar o desactivar mitos. Uno de los iconos más rotundos de las últimas décadas responde al nombre de Nick Cave, quien nos acaba de regalar un soberbio testimonio de su paso por el mundo en el documental 20.000 días en la Tierra, dirigido por Iain Forsyth y Jane Pollard. Es muy raro asistir desde dentro al proceso creativo de un artista, y aquí tenemos la suerte de acercanos cuanto es posible al fuego de esas baladas asesinas escritas de espaldas, en contra la muerte de alguien (la suya, lo más problable).

Cave es generoso y no escatima confidencias. Ante su psiquiatra, la palabra que más repite durante el documental es "transformación". El músico recuerda fascinado el día en que su padre, ya fallecido, se metamorfoseó ante sus ojos mientras leía en voz alta el primer capítulo de Lolita. O aquel vecino de Berlín, capaz de convertir su madriguera en un parque temático navideño. O la manera en que una vieja cantante de jazz, insufrible en el camerino, se transforma en una diosa bajo la luz de los focos. Cave se come una anguila con uno de sus músicos y éste confiesa que conserva como un tesoro el chicle masticado que Nina Simone, antes de romper a cantar, dejó pegado en el piano.

Ese tipo de cosas. Lo que destaca, por encima de todo, es el abrumador carisma de Cave, que chorrea en todas partes, en especial cuando conquista el escenario, con sus andares de simio elegante a punto de hacer saltar la banca del casino. Hay un momento, cerca ya del final, en que se acerca hasta el borde, acaricia y es acariciado por el público de la primera fila, mientra susurra ferozmente, con uranio en la garganta y los bolsillos en llamas: "Empuja el cielo". La cara de los asistentes, sus gestos, transmiten la emoción de una epifanía electrizante. Transformadora.