Una familia modélica de vacaciones en una estación de esquí de los Alpes: padre, madre, dos hijos, niña y niño, todos rubios, componen la foto perfecta y estereotipada de cuatro sonrientes emoticonos. Un día en la terraza, durante el almuerzo, ocurre una amenaza de alud de nieve que genera un escalofrío de pánico. Ni siquiera es un alud de verdad (nadie sufre el menor rasguño), sino solo un presentimiento de tragedia. Presa del miedo, el padre huye. Se larga. Deja a su mujer y a sus hijos librados a su suerte. Cuando unos minutos más tarde regresa a la mesa, disimulando, no es consciente de que otro alud, mucho peor, ya ha arrasado el corazón de su hogar.
El director sueco de Fuerza mayor, Ruben Östlund, recuerda en una entrevista que, según las estadísticas, en caso de catástrofe, la mayor parte de los hombres abandonan a sus familias para salvar ellos la vida. Las mujeres, por contra, se quedan. Con esta premisa, Östlund monta una fábula seca y triste, milimétrica, con imágenes de gran fuerza plástica y sombrío naturalismo. Toda la moral heroica de Hollywood es mentira, cartón piedra. En caso de una invasión alienígena, Tom Cruise no defendería a su prole hasta su último aliento; al contrario, saldría corriendo para sobrevivir él antes que nadie. Esto es lo que dicta el instinto y lo que nos empeñamos en camuflar a base de cultura, alta gastronomía, ediciones anotadas y conciertos de arpa.
La película de Östlund traza con lucidez maligna el recorrido que va desde la palabra al grito, del silencio al llanto (igual de incómodos ambos), de la civilización a la animalidad hacia la que toda la película tiende, si bien al final el director se retracta un poco de lo dicho anteriormente e imposta un final algo tímido. No importa. El mal ya está dicho. En esta casa no hay padres. Los hijos de Tom Cruise tendrán que salvarse solos.
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