Marta Sanz

Frente a la obsesión posmoderna por disolver antítesis y colocar el lenguaje en primer plano de la polémica política y literaria, tal vez es hora de recuperar el efecto perturbador de las oposiciones: vida/literatura (todo termina formando parte de nosotros que no somos papel, sino víscera y un elevado porcentaje de agua mineral sin gas); realidad/ficción; publicidad/crítica; víctima/verdugo; gobierno/empresa; filantropía/marketing (¿conocen el caso de Coca-cola y los acuíferos en India?); padre/amigo; centro/periferia; autor/lector; autobiografía/imaginación... El reblandecimiento del límite y el prestigio de la labilidad y la bruma -ideológica y textual- construyen una falacia políticamente interesada: la de que no existe la dicotomía rico/pobre -incluso izquierda/derecha- en un momento en el que se acentúan las desigualdades y existen límites tan poco imaginarios como la valla de Melilla.



La "democracia digital"; los productos e iconografía de Sillicon Valley; el desprestigio de los contenidos; el desplazamiento del foco desde los modos ideológicos de decir hacia el ¿aséptico? soporte de la elocución internáutica; o la beatificación de santos laicos como Steve Jobs son puntas del iceberg de la apisonadora neoliberal. Esas nuevas formas de autoritarismo enmascarado son paradójicamente asumidas por escritores y activistas de izquierda mientras se lima la posibilidad transformadora de la cultura. Con un sentido del humor que sea carcajada convendría evidenciar contradicciones subrayando en rojo la existencia real de límites que no pueden mutar en eufemismo por mucho que lo mestizo, heterogéneo, mutante, queer, flexible y polivalente, gallifantes y abejonejos, sean valores consagrados por la publicidad. Más allá del proteccionismo que se practica con los párvulos, habría que restablecer la dimensión positiva del conflicto como factor de crecimiento y cambio.