Arcadi Espada

Una de las falsedades más estridentes de los cambios en los honores que prevén los ayuntamientos callejeros -con discusiones culturales como las de Dalí, Foxá o Pemán- es que estén fundamentados en la llamada memoria histórica, el oxímoron de aquel presidente quiasmo. Cuando en 1931 o en 1939 las ciudades españolas sufrieron las primeras grandes oleadas de depuración del nomenclátor nadie las justificó con paparruchas. Se trataba de venganza. El espacio público se entendió como prolongación del campo de batalla, con sus vencedores y sus vencidos.



La transición trató el asunto con más matiz, pero en Barcelona la limpieza fue radical. Adoptó incluso formas de una cierta sofisticación, aún más letal respecto del olvido, como en el caso del tardío monumento a José Antonio Primo de Rivera, que durante muchos años democráticos lució despojado de toda su simbología, pura y absurda piedra muda. No sé si el propósito, pero el resultado está meridianamente claro. Ni placas ni lápidas ni monumentos explican hoy que hubo una Barcelona franquista: que es lo que el nacionalismo, de izquierda a derecha, necesita demostrar. El resultado solo puede asimilarse con aquello que dejó dicho, con su habitual celeridad, Manuel Fraga: "La calle es mía".



Tal vez sea imposible tratar de convencer al pueblo y a la política de que los honores lapidarios no deben distribuirse en razón de la simpatía ideológica sino de la importancia objetiva que un hombre haya tenido para su comunidad en algún momento de la historia. Por lo tanto es preciso transigir con que la memoria solo sea un hemisferio de la política. Y la continuación de la guerra civil por otros medios. Pero presentar esa operación como derivada de la justicia o la ciencia histórica es añadir a la falsedad del mecanismo originario una coartada bravucona, de índole comprensiblemente callejera.



@arcadi_espada