Gonzalo Torné

A menos que uno viva en Marte (lo que complica mucho la lectura de esta sección) seguro que se habrá enterado de la muerte de David Bowie. Si el lector es asiduo a las redes sociales habrá experimentado además ese prolongado día de duelo virtual donde se acumulan cientos (por no decir miles) de expresiones de respeto, justo como si en un funeral todos y cada uno de los asistentes se vieran impelidos a decir algo.



Antes de debilitarse el efecto resulta sobrecogedor. Igual es que soy demasiado impresionable pero cuesta mantenerse indiferente ante la pérdida de un individuo que concitaba tanto afecto. Ya en vida Bowie era del gusto de muchos de mis amigos, y sentía por él una leve simpatía interpuesta, que tras su muerte se ha vuelto pena interpuesta.



Y digo impresionable porque desde muy pronto otros internautas empezaron a emitir mensajes de desaprobación. El caso es que no se trataban de reproches artísticos o personales, a los que son tan proclives los melómanos del pop (una afición que a menudo parece regida por criterios tribales). Los denuestos (y no exagero) iban dirigidos a quienes expresaban su pena (y su respeto) hacia Bowie y se podían dividir en tres grandes familias expresadas con diverso nervio y contundencia: primero: "ya está bien de lloriqueo"; segundo: "¿dónde habían estado hasta hoy todos estos fans de ocasión?"; tercero: "estáis exagerando". Ya fuese por exceso de celo o por viva suspicacia: por todas partes la misma desconfianza. A lo que siguió el preceptivo río de bromas.



La lectura fácil (que tiene mucho de plausible) es que asoma aquí de nuevo el infatigable ánimo de fastidiar: "a ver si se van a pensar estos que tienen derecho a expresar su pena como Pedro por su casa". Pero fenómenos así admiten más de una lectura. Cualquiera que se haya interesado alguna vez por el luto sabrá que muchos rituales incorporan una sombra festiva: un gran banquete para relajar la tensión o incluso charadas y parodias de la ceremonia más solemne. Con independencia de lo que sostengan los antropólogos creo que estas sombras humorísticas que se desprenden del luto son el correlato social de una conducta con la que estamos bien familiarizados: a veces la mejor manera de conocer a alguien es envolverlo con un discurso cómico; y no solo eso: imitar sus gestos, su voz, repetir los latiguillos de su habla o las manías de su mente puede ser una manera de expresar nuestro afecto.



La reiteración insistente sobre el mismo asunto convierten a las redes en auténticos aceleradores sociales. Un poco al estilo de las cámaras de Time Lapse vemos resumidos en un día procesos que en el mundo analógico se prolongarían meses (como el luto). En el caso de Bowie la insistente repetición habría desgastado a toda velocidad las fases clásicas de estupor, negación, pena intensa, adaptación, comicidad, conformismo y leves olvidos... Y si no es así, valga por una vez la hipótesis para espantar la explicación más inmediata y repelente: que en el mundo digital no nos privamos de fastidiar ni en los entierros.



@gonzalotorne

En defensa Gif

¿Es el Gif algo más que un chiste, una moda, una gracia, tiene un lenguaje propio, una intención artística, nos lo podemos tomar en serio? A plantear, argumentar y responder estas preguntas dedica Sha (que se define como alguien que ama los gifs, cuyos mejores amigos son gifs, y cuyo proyecto personal pasa por un servicio de impresión de gifs en cartas animadas) esta página: http://newhive.com/shashashasha/digital-materiality-of-gifs. El sitio incluye tentativas de definición, un poco de historia y muchos ejemplos (ciertamente animados); se especula con la existencia de una sofisticada vanguardia y se critica la mediocridad o cursilería imperantes. Se reproduce aquí la versión digital de una vieja polémica (que parecía superada) sobre sí podemos considerar o no arte aquellas obras que están "elaboradas" con materiales procedentes de otros sitios (que no se deben a la mano o al cerebro del artista). Con independencia de cómo resuelva uno el dilema merece la pena dedicar cinco minutos a recorrer la página, aunque solo sea por el efecto vigorizante de leer a alguien que defiende con argumentos aquello en lo que cree.