Marta Sanz

Una madre soltera, Rocío, acude a una oficina asistencial. Lleva tres años y medio en paro. Saca sesenta euros al mes repartiendo propaganda. No puede pagar el alquiler. Pide ayuda y la funcionaria, que la atiende de refilón, le dice: "Tienes derecho". El dinero puede tardar un año, dos, tres. Rocío pregunta: "¿Y qué hacemos?". El plural, el intento de que los demás se sientan concernidos por la caída en desgracia de un miembro de su comunidad, es constante en esta brillantísima película española: Techo y comida de Juan Miguel del Castillo. El gesto corporal de Natalia de Molina expresa incomodidad, angustia, expectación, incredulidad ante la propia miseria en el mejor de los mundos posibles, valentía para mantener la dignidad. Las ganas de reír cuando ya no se puede.



La interpretación es magnífica. También la del niño Jaime López y la de Mariana Cordero, la vecina que contempla esa precariedad que se ceba con las mujeres. El realismo limpio y sin pretensiones de del Castillo elige la cadena de imágenes y las gradúa para que el espectador sienta el puñetazo pero no pueda llorar: Rocío lleva a su niño al médico y dice "Come bien". No puede decir otra cosa. Rocío fríe salchichas y reserva las croquetas que le baja su vecina. Ve cómo rompen su currículum. Roba champú. Se va antes de que la echen. La victoria de la selección española, la alegría, el nudo de angustia desatado, el orgullo patrio, son una burla.



La cinta se rodó gracias al crowdfunding, ganó Biznagas en Málaga, puede que le valga un segundo Goya a Natalia de Molina. Durará una semana en los cines: los espectadores preferimos gastar el dinero en sushi, cerrar los ojos con los destellos de las comedias románticas, alimentar la esperanza tonta, disfrutar de las atracciones de la fábrica de sueños. No queremos que nos cuenten penas y ahonden en nuestros temores, aunque ese relato puede ser el que nos ayude a superarlos.