Gonzalo Torné

Ahora que se acercan las semifinales o las finales o que ya se ha terminado Gran Hermano, da igual, convendría que alguien echase la vista atrás para recapitular el acopio de declaraciones, a favor y en contra, que el programa, más de una década después de su estreno, sigue despertando entre nuestros intelectuales de las Redes. Esto es: no tanto comentarios sobre lo que ocurre entre sus concursantes, el presentador y los respectivos familiares, sino valoraciones sobre lo que el programa significa o sugiere. Como la tarea de escrutinio sobrepasa los estrechos márgenes de mi paciencia me propongo centrar el estreno en este entrañable género propedéutico en un retrato a vuelo de pajarraco sobre las distintas oleadas de opinión que, para sorpresa de todos, han evolucionado de manera bastante coordinada.



El espíritu de la primera oleada de críticas (la que coincidió con su estreno) suena ahora un tanto ingenua: se alimentaba de la repugnancia natural que suscita ver a un grupo de desconocidos obligados a convivir en un plató de televisión. Los caritativos intentos de proteger a los pobres individuos del experimento fueron arrasados por la evidencia de que los sujetos acudían la mar de contentos a la ratonera.



(La misma evidencia, que aquello era un concurso puro y duro, desactivaba la línea de defensa según la cual se trataba de un "experimento sociológico". En Redes hay quien sigue defendiendo esta tesis como en los bosques del norte de Japón se siguen encontrando paracaidistas convencidos de que alguna guerra mundial sigue en liza).



La segunda oleada consistió en extraer corolarios filosóficos en los que no entraremos, sobre la fama sin mérito, la exposición mediática, el sadismo del espectador...



Percibo una tercera oleada de analistas de las Redes que centran su defensa del programa en acusar a los intelectuales ajenos a su "devenir" de gastar una soberbia de mandarín. Nos aseguran que no se puede entender España sin acudir al abrevadero catódico: "el mundo es así, y si uno no estudia con detenimiento el mapa de la normalidad, si no se mancha de vida cotidiana, ¿de qué nos van a servir sus novelas y sus ensayos?".



Seguramente no existe mejor lema para un novelista que el verso de Terencio: "soy humano, y nada humano me es ajeno". Pero esa amplitud generosa de la curiosidad no vale nada si no va acompañada del nervio para reconocer cuando un fenómeno es representativo o cuando te la están dando con queso. Y pocas cosas son menos representativas de la ‘normalidad', entendida como una pauta general de intereses, sensibilidad y ambiciones, que el casting de GH, que se alimenta precisamente de elegir con pericia casi quirúrgica a la fauna adecuada para ofrecer el mayor espectáculo. Si alguna de las ediciones de GH ha ofrecido una buena captura de la realidad social yo soy el Emperador de Andorra.



Las personas ‘normales' que conozco tienen otras preocupaciones, algunas de ellas ciertamente angustiosas, sensibilidades variadas e intereses complejos, y supone una irresponsabilidad (u oclusión) intelectual que nuestros críticos pretendan asimilarlas con estas cobayas del espectáculo para sentirse un ratito superior. Me recuerdan a aquel señor del chiste que se sentía un gran conocedor de lo mundo porque había visitado una docena de parques temáticos.