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Ni un minuto de silencio
Gonzalo Torné
Los protocolos sociales (o la "etiqueta" si se prefiere) son una lata, pero lo cierto es que nos ahorran unas cuantas cábalas, liberan espacio mental y nos evitan incomodidades. Además, nos proporcionan el infantil y sustancioso placer de infringirlos cuando nos conviene o nos atrevemos. Si ahora se aprecian con más claridad los beneficios de la etiqueta quizás sea porque a veces la echamos de menos. En el mundo físico se ha debilitado enormemente su influencia y en el virtual siguen sin constituirse unas normas mínimas de circulación aceptadas por la mayoría.¿Y eso es malo? ¿No es mejor moverse en libertad que constreñido por una serie de normas arbitrarias que no se sabe bien ni a qué sirven ni a quién obedecen? Pues igual sí, pero estos argumentos biensonantes deberían ir acompañados de una coherente aceptación de los modales del otro. Y aquí es donde viene el lío: en redes sociales en cuanto nos descuidamos la conversación pasa del tema a las maneras, de la sustancia al protocolo. Observados a cierta distancia los usuarios recuerdan a un grupo de comensales enloquecidos que en lugar de comentar las virtudes o defectos del menú centrasen sus esfuerzos en acusar al camarero o al vecino de la mala disposición o el peor uso de la vajilla.
. Estos piques por el protocolo se convierten en auténticas trifulcas cuando se muere alguien con proyección pública. En el viejo mundo del papel supongo que se tardaba unas horas en dar la noticia, se redactaba un obituario informativo (o sentimental), y pasaba un tiempo antes de que alguien encontrase las ganas de rebatir los méritos del difunto. La inmediatez, una de las grandes ventajes de las redes sociales, acorta los plazos y todo se da al mismo tiempo: la noticia, el obituario informativo, los méritos, las críticas... De manera que enseguida el foco se centra en acusaciones reciprocas de mala educación por saltarse algún plazo.
Lo vemos cuando muere un artista de cualquier cosa, pero sobre todo cuando muere un político y los militantes se apresuran a situarlo en la historia. En el mundo físico existe cierto consenso sobre la conveniencia de silenciar las críticas y posponer los ataques un tiempo: en consideración al dolor de los familiares y también por solidaridad de especie, incapaces como somos todos de arraigar en el tiempo. Además, la incapacidad del muerto de competir con nosotros aviva nuestra condescendencia. La superposición de estos dos o tres argumentos hace que sea tan reprobable silbar, patalear o chillar durante el minuto de silencio.
Sospecho que los internautas que señalan la mala educación de quienes hablan mal de los recién muertos apelan al minuto de silencio para cargarse de razones. Pero olvidan dos cosas: el minuto dura un minuto, los sabios que instauraron este protocolo sabían lo que nos cuesta mantener la boca cerrada. Y segundo: durante el minuto callan todos. Los enemigos y los allegados. Quienes no podían ver al muerto o lo habían sufrido soportan (si es que tienen altavoz público) el tiempo lento del papel, pero en el tiempo rápido del digital y disponiendo del púlpito de su cuenta: ¿por qué iban a callarse cuando otros empiezan a posicionar al muerto, falseando sus méritos del difunto o articulando la historia según sus intereses? Con lo que cuesta después desalojar estás "primeras impresiones".
@gonzalotorne