Gonzalo Torné

Durante varios veranos me resistí a la fotografía digital. Mis motivos eran dos: por un lado estaba convencido de que la calidad de la fotografía se iba a resentir y por otro lado creía que la posibilidad de ‘disparar' tantas veces como uno quiera iba a desprestigiar el valor de cada fotografía. En el primer caso sigo teniendo mis dudas, en el segundo, ¡qué tontería de pensamiento!



Casi parecen recuerdos de otra vida el de los viajes con los carretes de 24 o 38 fotografías que había que dosificar como provisiones de una travesía complicada, cuya carestía obligaba a seleccionar las localizaciones a la espera del momento mágico del revelado, una versión desacralizada de las ambigüedades del oráculo.



Una lata de proceso si lo comparamos con el goloso cauce de la fotografía digital, nuestro cuerno de la abundancia: inagotables fotografías, de consulta inmediata, tan sencillas de retocar. A esta profusión casi infinita de fotografías se ha añadido en el último lustro la facilidad de publicarlas al propio antojo en redes sociales. De manera que no solo nos fotografiamos miles de veces más, sino que ha prosperado el hábito de ver cómo se fotografían los otros y de que algunos de esos otros nos vean.



El resultado de toda esta eflorescencia fotográfica puede apreciarse en las calles tomadas por los alegres turistas: una revolución del posado urbano. En la historia del posado fotográfico occidental pueden establecerse tres grandes épocas. La primera fase es la de ultratumba donde todos los retratados parecen difuntos sumergido en la atmósfera sepia del Hades; la segunda fase está dominada por el plano americano con los brazos pegaditos al cuerpo y el cuerpo bien centrado en el encuadre; la tercera (una reacción a tanto hieratismo) estaría dominada por el prestigio de lo ‘espontáneo'.



Una historia intensa pero que de ninguna manera podía prepararnos para la revolución digital del posado. Apelo a la experiencia veraniega de cada lector: ¿cuántas calles podemos atravesar sin ver una chica retorciéndose como una ménade, a un chico con cara de saber muy bien qué se trae entre manos, a un grupo perfectamente distribuido, a un instagramer haciendo su gesto o su postura identificativa? Todos imitando a sus ‘modelos' favoritos de las redes, las revistas o la televisión.



Creo que esta quinta etapa se caracteriza por cierta toma de conciencia del posado que todavía no se ha visto envenenada por la ironía que suele recorrer las tomas de conciencia demasiado intensas. Vamos, que el desafuero es sincero y esforzado. ¿Y cómo no va a despertarnos cierta simpatía esta conducta si la comparamos con el envaramiento (colindante con el terror) de épocas precedentes, donde el ‘modelo' ni siquiera sabía qué hacer con las manos?



Y aún así veo asomar por el horizonte diversos motivos de reprobación: la tontería, la exposición, el exceso, el narcisismo… Todo muy atendible, pero con tanta circunspección nos perdemos lo bueno del asunto. Ahora mismo cuando veo a mis con-turistas o a los invitados a mi ciudad esforzándose por incrementar el nivel del posado no puedo evitar pensar que se vigilan los unos a los otros para mejorarse mutuamente. Ojalá esta conjura silenciosa se prolongase en otros ámbitos, y evito sugerir ejemplos para no levantar susceptibilidades.

El fin del mundo virtual

Una sobrecarga de las fibras ópticas provocada por la demanda de más y más velocidad por millones y millones de usuarios. Este es según los expertos el final más probable de internet. Ni las guerras ni las catástrofes físicas, otros sospechosos habituales cuando se trata de imaginar el deceso de la Red, sino un colapso por sobreabundancia. ¿La alternativa? A uno le apetece sugerir que se construyan nuevos cables (por cierto, qué poco sabemos sobre la construcción del sustentáculo físico de la Red: ¿cuánto se tardó en tenerlo listo? ¿cuánto costó? ¿quién lo pagó?), pero según nuestros expertos el presupuesto sería inasumible. Así que lo que se baraja es reducir las demandas de los usuarios por la vía más neoliberal: que cada vez cueste más conectarse, que el acceso sea cada vez caro. Se trata de una solución tan poco épica y desencantada que uno casi preferiría el colapso, de manera que esta sección lejos de cerrar podría transformarse en algo tan serio y notable como el estudio de las lenguas muertas.