Gonzalo Torné
Los últimos escándalos de acoso y agresión sexual por parte de productores, actores y directores de cine estadounidenses, han suscitado no solo la repulsa de las redes sociales, sino también un debate, por una vez, sereno y de calado, que trasciende el género cinematográfico (puede aplicarse perfectamente a escritores o músicos) y que puede extenderse a otros crímenes y delitos.El debate puede formularse así: ¿una vez se ha confirmado el crimen nos sigue apeteciendo "consumir" sus obras? ¿Deberían dejarse de publicar o de exhibir?
A primera vista las dos preguntas parecen similares, pero tienen implicaciones distintas. La primera se desarrolla en el plano de las decisiones privadas, y es una cuestión moral o por lo menos de escrúpulos. La segunda (defendida con ahínco estos días por muchos usuarios) contempla la prohibición de estas obras, o tratándose de actores, la supresión de las escenas donde aparecían. Esta medida supondría tomar acciones legales un tanto complicadas: la mayoría de denuncias han aflorado en el mundo de las series y de las películas, obras de autoría coral, donde la responsabilidad artística y propiedad la legal se mezclan de tal manera que no puede decirse que pertenezcan al actor principal ni a su director ni siquiera al productor. Se puede dejar de trabajar con los delincuentes (confesos o ya juzgados), suspender sus contratos, pero difícilmente prosperará un castigo retrospectivo.
Lo que sí depende por completo de nosotros es volver a ver una película dirigida por un violador, leer un libro escrito por un delator o escuchar la música compuesta o interpretada por un defraudador de impuestos. Y aquí es donde se polarizan los argumentos entre quienes defienden que las personas tienen muchas facetas y se puede combinar la excelencia artística (o al menos la calidad que nos satisface) con el delito, y quienes aseguran que ante determinados crímenes la repugnancia les ahoga tanto que prefieren no volver a saber nada.
Se trata de una decisión privada ante la que los demás ni pinchamos ni cortamos, pero me gustaría añadir un matiz a la reflexión: el factor tiempo. Cuanto más lejos está la fecha de composición de una obra del año en el que leemos (el cine es un arte demasiado joven para que funcione el argumento) parece como si la importancia de los autores disminuyese en relación a las obras que escribieron. Las personas a las que pudieron hacer daño llevan siglos muertas, las sociedades donde vivieron se han transformado y a veces han desparecido, y las motivaciones políticas y personales se vuelven remotas y difíciles de seguir. Dicho de otro modo, aunque exista una rama particularmente activa del periodismo dedicada a localizar las llagas morales de los muertos ilustres ya pueden "descubrir" que Shakespeare era caníbal o que Leonardo se dedicaba al tráfico de esclavos que no me van a cambiar el gusto por Ricardo II o por el San Juan Bautista.
Cuando se trata de autores más cercanos, y pese al tópico del buen arte y los malos sentimientos, soy incapaz de aislarme de lo que me transmite la personalidad del artista. No digamos ya si el escritor en cuestión ha sido condenado por plagio o es un pelma o un cretino. Si es talentoso, me digo, ya lo leerán mis descendientes.
@gonzalotorne