Agustín Fernández Mallo

Odio las piscinas, prefiero decirlo ya, antes de que el verano y su calma huracanada lo arrasen todo. El motivo nada tiene que ver con asuntos relacionados con el gasto de agua o ambientales -como es sobradamente sabido, soy mal ciudadano y peor terrícola-, ni tampoco procede de un complejo de clase -me hace feliz que mis vecinos prosperen y disfruten de bienes que yo no me puedo permitir-, no, odio las piscinas porque en ellas tarde o temprano ocurre algo que es mejor olvidar.



La literatura lo tiene bien recogido en Sangre en la piscina, de Agatha Christie, pero también en ese "mar teñido de rojo" que desde Homero se viene nombrando en toda clase de tragedias humanas y divinas, y que no se refiere al Mediterráneo sino a recreativos estanques de agua. Las novelas de Chandler están llenas de aterradoras piscinas, por no hablar de El graduado o de El nadador, cuento de Cheever en el que un hombre llega hasta su casa nadando de piscina en piscina en su urbanización, para, al final del titánico trayecto, encontrar el drama: la piscina de su propia casa no tiene agua, está vacía, tanto como su vida desde que años atrás perdiera a su familia.



Las piscinas vacías también han dado gran ficción a la vida. Es conocida la anécdota de J. G. Ballard: toda su literatura está inspirada por la impresión que, siendo niño en Shanghái, le produjo ver una piscina vacía en una casa abandonada; sus novelas, de una realidad ciertamente extrañada, están activadas por tal visión del abandono. Y a mí me ocurre lo contrario: veo una piscina sin agua y me entran ganas de echarme a dormir en ella, pero la veo llena y me pongo a temblar; es un hacha, un cuchillo, un rifle abstractos. Y toda esa agua, que vibra como el pulmón de un monstruo que nunca llegas a identificar completamente, mortífero animal camuflado bajo el aspecto de azul paralelepípedo. Ayer, hoy y siempre aléjense de las piscinas. Dicho queda.



@FdezMallo