Para el poeta, la poesía es respirar, vivir la vida, con las llagas del amor abiertas todavía. Así es que ha dejado su yo desatendido. No se lamenta ni se queja en el silencio absorto de la tarde. Compañero del jardín que ha florecido, escribe desde el umbral voraz de la agonía y se siente más esclavo, cuanto más querido.
Como a Juan Ramón, le enciende la belleza insondable de la rosa. Como a Machado, le quema y enaltece el soneto empezado con lánguido descuido. Como a Miguel Hernández, compañero del alma compañero, se le entrecruzan la alondra y el guerrero con sus sueños aún frescos de rocío. Como a Bécquer se le escapan las oscuras golondrinas del amor familiar en las esquinas. Como a Neruda se le clava el azul en la saeta. Como a Francisco de Asís, el poeta de las almas y las flores encendidas, le sorprende la rada serena del puerto donde la espuma es salada en su mordida.
Sacudido por el desdén, sueña entonces el poeta, con los despojos del amor. Huye del temor a perder a la amada inmóvil porque el miedo es un amante que, al besarle, le mata cada día sin matarle. Porque cuando el amor se va, no queda en la brisa aroma de manzanas ni nada más allá de las estrellas, ni siquiera un cortejo de ángeles dorados que encienda las huellas del poeta.
Bendice Roemmers la tristeza en los ojos de la persona amada. Descuartizado por la duda se debate entre dos amores, mientras en los claros balcones florecidos despuntan las caricias y los roces. Le asalta entonces el escepticismo: para qué hablar de amor, si amor no es nada. Pero el ancla fugaz de la memoria le devuelve enseguida a la otra alcoba, pálida y desierta, donde le espera el corazón que anida en el amor entero. Recupera entonces el poeta las palabras liminares. Es de nuevo el amor oscuro, claro, amor entero, que a todo da valor y da sentido. Amor entero, de su nuevo libro editado por Visor. Y recuerda las noches en la Alhambra, la luna de jazmines de Granada.
Responde Alejandro Roemmers a Rubén Darío porque sí sabe adónde vamos, sí sabe de dónde venimos. Se asoma a los silencios de Lázaro que regresó de la muerte para que resistiera en la fe la gente sedienta de aprenderla. Sobre el pétalo terso de la rosa, se apaga la más perfecta gota del rocío. El poeta se instala con Quevedo en el amor constante después de la muerte, que polvo será más polvo enamorado. Cuando la amada dio un portazo sin despedirse, el autor se quedó más vacío que la nada. Sus dulces lágrimas calladas preguntaron al corazón de piedra: “Cómo pudiste, amor, sin un sonido, cómo en puntas de pie, alzar el vuelo”. Y le asegura que no ha muerto, que un viento enamorado de otros puertos le devuelve ansioso el murmullo de sus rimas. La verdad es que le importan poco los restos del naufragio cuando es el mundo entero el que se ha hundido.
Devastado por el desamor, solo los ojos claros de la amada lejana y sola importan: “Sabrás que te amé como a ninguna”. Se detiene entonces el tiempo y se hace infinito el espacio. Como el amante en busca de su amada va el cisne herido y vulnerable. Recuerda el poeta a María de Magdala, que es la agonía del amor. Ella, la que le amaba, se marchó en primavera y le dio por caricia la vida entera. Pero al poeta se le escapa tanta luz entre las manos. ¿Cómo será la muerte cuando llegue? ¿Vendrá tras ella la luz amanecida? ¿O se hará verdad la vasta, vaga y necesaria muerte del hombre de la esquina rosada en el verso de Jorge Luis Borges? ¿O será solo el aliento de la despedida, cuando llegue el tiempo de la espada? Aprendiendo a vivir, al poeta se le ha ido la vida. Lleva en el alma escritos a fuego los renglones torcidos de Dios. Por querer tanto a la amada, la dejó de querer. En el amor no es libre el albedrío. Pero ella, inmutable, insiste en su ira y le deja como al estrujado caimán que no respira, devastado por la serpiente mortal del Amazonas. En la caja de Pandora, de que tantas desgracias surgieron, encuentra de nuevo el enamorado, el poema de la esperanza. Y ahora que, vencido el pensamiento, vivir es su pasión y su aventura de nada cuanto hizo se arrepiente.