Rafael Azcona. Rafael Azcona dejó dicho que Woody Allen merecía el Nobel de Literatura. No era una boutade, tenía toda la razón. Hablar de si el Nobel es irrefutable o no como sancionador de la excelencia literaria, es algo que cansa desde hace tiempo. Como también cansa oír que el cine y la literatura son artes muy distintas, porque el cine se funda en las imágenes y la literatura, en las palabras. Es falso. Como poco, superficial.
El cine no se ha separado de la literatura tanto como puede parecer a simple vista, y nunca mejor dicho. El núcleo originario de la ideación de una película –situado en la fase de guion– exige concretar un argumento y una trama; perfilar la psicología, el comportamiento y la interacción de unos personajes; captar y describir un ambiente y un paisaje; concretar una estructura narrativa; ofrecer una visión de la vida, de la condición humana, de la sociedad y del tiempo histórico y, por supuesto, escribir unos diálogos que definan a los personajes y contribuyan al avance de la acción y a la exposición de ideas.
Todo eso está presente en el proceso de elaboración de una novela y de una obra teatral. Que luego todo eso dé lugar, mediante formas e intermediaciones distintas, a resultados diversos en una pantalla, un escenario o las páginas de un libro, no altera lo sustancial, sino que da paso a una gran variedad de lo accidental.
A estos cuentos les sobra mucha comicidad de fuego fatuo y les falta humor con profundidad de campo
Los guiones. Al postular a Woody Allen para el Nobel de Literatura, lo que Rafael Azcona quería destacar era la calidad de la entraña literaria de sus mejores películas. Y también, faltaría más, de sus guiones. Basta leerlos. Muchos están publicados en Tusquets. El público lector no está demasiado interesado en leer guiones. Pena.
En eso los potenciales lectores son coherentes con su escasa inclinación a leer obras de teatro, que, por cierto, los directores de los montajes también visibilizan a su manera para los espectadores. Tan a su manera, que una obra de Shakespeare o Molière puede transcurrir hoy en un aparcamiento o en un hipermercado. Un texto teatral no ofrece más que un guion: apuntes descriptivos sobre el lugar donde transcurren las escenas; acotaciones sobre entradas, salidas y acciones de los personajes y, naturalmente, el gran contingente de los diálogos.
A eso se le llama Literatura Dramática. Una docena larga de dramaturgos –tampoco son tantos– han obtenido el Nobel de Literatura. En su inmensa mayoría, esa es otra, intensamente adscritos al drama existencial morrocotudo. El humor, si exceptuamos los toques de Benavente, Pirandello y Beckett, tardó casi cien años en llegar al Nobel, en 1997, con Darío Fo.
Gravedad cero. Los guiones y las películas, sí, pero los libros de Woody Allen no serían su mejor credencial para alcanzar la gloria sueca. Tampoco los diecinueve cuentos reunidos en Gravedad cero (Alianza). Los gags verbales, sobre todo, saltan como liebres por cada párrafo del libro. Se acumulan hasta la inflación las comparaciones, equiparaciones y contrastes ridículos, para culturalistas con buen apetito, en los que Allen fundamenta su ingeniosa comicidad. Todo corretea por la epidermis satírica, sin calado y acumulando una molesta sensación de déjà vu.
No me sumo a los enterradores que llevan veinte años anunciando la decadencia de Woody Allen. Hay una docena de películas suyas, de distinto calibre y grosor, que me encantan entre las veinte que ha estrenado en lo que va de siglo. Pero a estos cuentos les sobra mucha comicidad de fuego fatuo y les falta el humor con profundidad de campo que tantas veces le ha servido a Woody Allen para mostrar zonas sensibles de verdad. Les falta literatura.