Retrospectiva. Mediodía soleado de domingo y vermú. En la Sala Alcalá 31 hay lleno total para contemplar el centenar largo de cuadros de Amalia Avia (1930-2011), exhaustivo enfoque retrospectivo que busca una reinterpretación o reclasificación de la pintora realista. Hay dificultades de tráfico en las dos extensas plantas de la sala. A veces, es preciso aguardar a que un espectador desaloje su posición ante un lienzo para poder acercarse a él. La vida cotidiana, la ciudad vaciada, los objetos encontrados. Los visitantes señalan con sus dedos las obras y dicen a su acompañante: mira, la Puerta del Sol…; mira, el metro…
Sea cual sea la digestión y la reflexión de su experiencia estética ante los cuadros –cuando la haya–, se percibe que logran placer en la identificación, en reconocer y reconocerse, en constatar tanto la arqueología de su memoria como su vivencia actual de la ciudad. Hay en la exposición, sobre todo, un mapa troceado de Madrid, una cartografía de una ciudad que –como todas las ciudades– conserva, cerca de los nuevos signos e iconos de la modernidad, vestigios íntegros de su pasado que, por tanto, también es todavía su presente. Lo que Amalia Avia pintó lo encontramos en su esencia, al abandonar la exposición, a la vuelta de la esquina.
Historias. No es que el tiempo se haya detenido. El tiempo ha pasado, más de medio siglo desde los primeros cuadros. Pero el tiempo, que devasta, corroe, deteriora y abandona a su suerte a cuanto contiene –lugares, personas, costumbres, mentalidades…–, nunca termina de borrar todas las huellas de lo que nos precedió y de quienes nos precedieron.
El pasado de Madrid todavía es su presente: lo que Amalia Avia pintó lo encontramos en su esencia a la vuelta de la esquina
El público las busca para encontrar la imagen y las explicaciones de sí mismo, para encontrar una narrativa, para estimular la invención de una historia propia basada en lo que ve. ¿Qué puede suceder detrás de esa puerta cerrada? ¿Adónde va esa gente que espera en la cola del autobús? ¿Quién era y qué fue a hacer la persona que dejó deshecha esa cama? ¿Para quién cose esa mujer? Es lo que tiene la pintura realista y, por tanto, figurativa: fija, documenta, archiva –como se quiera decir– la Historia y da pie a que el espectador imagine y desarrolle, si lo desea, una historia propia.
Una conjetura. El título de la exposición es El Japón en Los Ángeles, título que puede ser desconcertante y que se corresponde con el homónimo de un cuadro de Amalia Avia, pintado en 1995 –uno de los más tardíos de la muestra–, que presenta frontalmente un comercio con ese rótulo por nombre, cerrado, abandonado con probabilidad, sin ningún transeúnte a la vista, desconchado, tapiado, grafiteado… Inmanente. Con predominio de ocres, grises y azules.
Son características, junto a la sensación de apagamiento, que se repiten en la exposición. Ese título –el de la retrospectiva– no es inocente. Puede provocar un sentimiento de irrealidad, de perplejidad o de fantasía que parezca acorde con la propuesta de Estrella de Diego, comisaria de la excelente exposición.
De Diego especula, se pregunta, plantea la hipótesis de que Amalia Avia no fuera una pintora realista. No lo fuera del todo, no lo fuera siempre. Las fotografías que hacía y cuyo contenido modificaba –tampoco tanto– al ponerse frente a la tela, y que se ofrecen al visitante, ayudarían presuntamente a tomar en consideración esa conjetura, que ya ha recibido asentimientos. El mío, no. Desde su mismo origen, el realismo ha tenido procedimientos diversos y resultados distintos. También en la novela y en el cine. No parece fácil empezar a considerar a Amalia Avia fuera o en alguna variante periférica del realismo.