Reconocimiento. Algún día tendrá que otorgarse a Mario Camus (Santander, 1935-2021) un reconocimiento superior al muy notable recibido en vida y con ocasión de su muerte. El camino hacia el justo aprecio de uno de los cineastas más importantes del cine español queda ya alfombrado por la excelente película que ha realizado Sigfrid Monleón, Mario Camus según el cine.
¿Un documental? Esa etiqueta genérica se muestra insuficiente para el caso. El trabajo de Monleón es un sensacional ensayo fílmico. Ayudado por su propia voz en off, discreta e intimista, Monleón, sirviéndose con la máxima intención de escenas y secuencias de más de una veintena de películas, pone en pie sendos análisis completos tanto de la figura humana e intelectual del director como de su cine, resultando ambos indisociables: en sus películas está el hombre entero que las ha hecho y están, en íntima relación, mediante su visión ética y humanista, los hombres y mujeres, la sociedad, de su tiempo.
El resultado no es sólo una película sobre Camus, sino una película –una gran antología ordenada– de Camus, que respira y se muestra con la elegancia, sobriedad y poético –también seco, aunque emotivo– realismo que caracterizaron a su cine.
Constantes. Monleón va inventariando y comentando las constantes de un autor que, poseedor escrupuloso –y con actitud siempre de aprendizaje– de las herramientas de su oficio –decisiva palabra–, nunca debió ser confundido con el artesano eficiente que, en otro sentido, también fue.
El cine de Mario Camus exaltaba con sencillez fordiana la conciencia recta, la amistad y la solidaridad
Van apareciendo sucesivamente, y también con las debidas rimas internas, su atracción por el mar y por los barcos; su predilección por los exiliados de su patria y de sí mismos, por los desarraigados y desamparados, por los perdedores y por los que viven en las afueras y en los márgenes; su interés por los que conllevan amores y relaciones familiares difíciles, por quienes buscan recuperar su pasado y reconciliarse consigo mismos y con los otros, y también por las gentes humildes sometidas a explotación y por las clases medias y burguesas que experimentan el malestar interior desde su bienestar aparente.
El cine de Camus proponía el respeto y respetaba a sus personajes, daba valor a los maestros y a los escritores y a quienes ofrecían ejemplo sin énfasis con la dignidad de su comportamiento, exaltaba con sencillez fordiana la conciencia recta, la amistad y la solidaridad y repudiaba las veleidosas arbitrariedades del dinero mal usado.
Emoción. Hilvanados y develados en su contenido y en su forma, en la película de Monleón van apareciendo, entre otros, muy bien elegidos y glosados fragmentos de Los farsantes, Con el viento solano, Los pájaros de Baden-Baden, Los días del pasado, La colmena, Los santos inocentes, La casa de Bernarda Alba, Sombras en una batalla, El color de las nubes o El prado de las estrellas, y el espectador suma, al placer producido por las imágenes –tan unidas a lo literario– y por su elegante sintaxis narrativa a base de miradas, silencios y suaves acompañamientos de cámara, una creciente emoción ante la profundidad del pálpito humano de los personajes corrientes de una filmografía excepcional, que nos proporciona insustituible conocimiento de nosotros mismos y de nuestro país sin levantar la voz.
Monleón visitó a Camus en sus últimos meses de vida, en su modesto apartamento santanderino frente a la playa –el detalle sin subrayar de ese sofá de brazos deshilachados–, y le grabó, considerando su opción por el silencio, algunas palabras desde una respetuosa complicidad con su pesimismo y con su inmersión en la lejanía. Pero el retrato de Camus está en el autorretrato moral que hizo en las películas por las que Monleón nos guía.
Y en ellas está también el retrato de quienes querríamos ser.