Molière. Tras disfrutar con El inocente, la muy divertida, libre y arriesgada película de Louis Garrel, estuve pensando sobre la estrepitosa decadencia de las comedias cinematográficas francesas, fenómeno que va unido, aunque no sea fácil de comprender, a su considerable éxito en Francia, por descontado, y también en España desde hace años.
Celebramos en 2022 los cuatrocientos años del nacimiento de Molière, padre indiscutido de la moderna comedia europea, bien entendido que vampirizó con descaro a los comediógrafos españoles del Siglo de Oro, quienes a su vez tomaron buena nota de la commedia dell’arte. Con semejante patrón teatral, lo cierto es que la comedia cinematográfica francesa no tuvo en la segunda mitad del siglo XX un sello tan prestigioso, definido y, a la vez, popular como la inglesa y la italiana, de amplio recorrido internacional. La española, emparentada con esta última, y ligada más al esperpento, al sainete, al astracán y al absurdo que al Siglo de Oro –normal–, tampoco tuvo circulación internacional, salvo en el caso del Berlanga de los años 50-60, hasta que surgió Pedro Almodóvar.
No hay que irse a Molière, claro, para sorprenderse no de la baja calidad de la hoy tan comercial y proliferante comedia francesa, sino de su falta de identidad, aunque acaso sea deudora de los ingredientes más toscos, llevados al trazo grueso, del teatro de boulevard, cuando no fruto de una sobrecarga insoportable del más cursi sentimentalismo.
La comedia francesa ha perdido un hilo de humor fino proveniente de Jean Renoir
Autores. No hace falta, digo, irse a Molière, porque el humor teatral y literario (y cinematográfico) de todo cariz tuvo después, y cito a lo loco, a autores tan relevantes como Alfred Jarry, Georges Feydeau, Sacha Guitry, Marcel Achard, Raymond Queneau, Boris Vian y tantos otros, incluidos los importados Eugène Ionesco y Artur Adamov, pero se diría que esta herencia o este menú a elegir (hay más nombres) fueron desaprovechados con alguna clamorosa excepción y dejando aparte –fueron ínsulas– a dos directores y actores tan singulares como Pierre Étaix y Jacques Tati.
En el cine, que es a lo que vamos, intérpretes como Fernandel, Bourvil o Louis de Funes –mi debilidad, un peligro– reinaron en la taquilla, incluso europea, con su histrionismo populachero y sus directores de cabecera, en parte antecesores, con los “tontons”, los “bronzés” y los gendarmes, de la cosecha actual de “visitantes” y otras malas hierbas. Pero en Inglaterra se habían hecho las deliciosas comedias irónicas o negras de los Estudios Ealing (¡toda una marca, con Alec Guinness como actor cómico!) y en Italia hubo, en una amplia franja de años, un “equipo” insuperable: Vittorio Gassman, Alberto Sordi, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, Vittorio De Sica y, por supuesto, Sophia Loren.
Humor. En esta infinidad de comedias francesas del momento, ñoñas a lo Intocable (2011) o desmadradas como las interpretadas por Christian Clavier y su troupe familiar, uno no ve la huella de ocasionales buenos directores de comedia como Philippe de Broca, Bertrand Blier, Claude Lelouch o Yves Robert, sino la permanente degradación de aquella comedia popular sesentera y de dos hits indiscutibles: La jaula de las locas (1978) y La cena de los idiotas (1998). Más, ya digo, la eclosión pringosa de la comedia sentimentaloide.
Lo uno y lo otro –con aciertos discontinuos de Agnès Jaoui, Patrick Leconte, François Ozon y alguno más– dista mucho del humor con el que el cine francés ha abrillantado con frescura y desparpajo, eso sí, películas de gánsters, capa y espada y aventuras. Toque Belmondo, diríamos. Pero se ha perdido un hilo de humor fino que, proveniente de Jean Renoir y Jacques Becker, afloró entre los dobladillos de varios directores de la Nueva Ola, el François Truffaut, por ejemplo, de la serie sobre Antoine Doinel a la cabeza. Con ellos tienen que ver El inocente y Louis Garrel, y su gozosa historia en el trapecio sin red de dos amores conflictivos y un desopilante atraco.