RELATO. Fuimos a Alcalá de Henares a ver la exposición Los últimos días de Tarteso, que terminó el pasado domingo, en el Museo Arqueológico y Paleontológico. Confieso, con un poco de vergüenza, que, en principio, no soy muy aficionado a los museos arqueológicos. No tengo la calma contemplativa ni la paciencia definitiva para ver y apreciar en larga sucesión antigüedades rotas, incompletas y repegadas…¡Qué barbaridad decir esto!, confío en que a algún lector le pase lo mismo. Las ruinas, in situ, Romanticismo mediante, son otra cosa.

Pero resulta que esta magnífica exposición, más acá y más allá de las piezas expuestas, cuenta muy bien, a través de cartelas e ilustraciones, un relato. Es el relato de una cultura que tuvo su apogeo entre los siglos IX y V a. de C. en un triángulo inclinado cuya base estaría formada por las actuales Huelva y Cádiz y subiría –con amplias ramificaciones– hasta encontrar su vértice superior más allá de Sevilla. Dicho un poco a ojo, pues también llegó a Extremadura y Portugal.

La civilización tartésica, posible conjunción de poblaciones indígenas y de la colonización fenicia, permanece envuelta, pese a lo mucho descubierto y elucidado, en misterios e incógnitas, lo que da atractivo suplementario a ese relato que, además, culmina con algo incomprensible y tristemente apoteósico: ¿por qué los tartesos, envueltos en una crisis por aclarar, pusieron fin a sus magníficas construcciones de la tremenda forma en que lo hicieron? Eso está muy bien explicado y mostrado en fotografías y en un video que reconstruye el yacimiento de Casas del Turuñuelo (Guareña, Badajoz), excavado a partir de 2015.

Tarteso tuvo un final trágico propio de una superproducción más que operística

TÚMULO. En el patio de la principal edificación de El Turuñuelo, al que se accedía por una escalinata, los tartesos, tal vez temerosos de una inminente invasión, hicieron lo siguiente: celebraron con su mejor vajilla un formidable banquete; sacrificaron en un premeditado orden de colocación unos cuarenta caballos, también algún toro y algún cerdo; rellenaron el patio con todo tipo de materiales; procedieron a incendiar el recinto, que tenía muros de tres metros de anchura; lo sellaron con gruesas capas de arcilla y abandonaron el lugar para no volver jamás. El túmulo que forma todo este conglomerado tiene nada menos que diez mil metros cuadrados.

Uno comprende que los arqueólogos y los especialistas tienen muchas cosas interesantes por averiguar sobre Tarteso, pero este final trágico, de superproducción más que operística, me sedujo irresistiblemente, seguramente en mi condición de ignorante del asunto, como conclusión de un relato plagado aún de enigmas por el que, además, desfilan, entre otros, el monstruo de tres cabezas Gerión, el muy trabajador héroe Hércules, los reyes mitológicos Gárgoris y Habidis, el rey (real) Argantonio, el dios Melkart…

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Y fue fascinante ver los rostros de cinco –creo recordar– tartesos, hombres y mujeres, procedentes de un relieve, de suaves y elegantes facciones y tenues sonrisas. Construir un relato, dicen ahora los políticos y los periodistas políticos. Tarteso, ¡toma relato!

RECINTO. Cuando, gracias al GPS, se llega ante la fachada del Museo Arqueológico y Paleontológico de Alcalá, antiguo convento –uno de los “mil” conventos, iglesias y ermitas de la ciudad–, en la ajardinada, arbolada y peatonal Plaza de las Bernardas, con el monasterio cisterciense de las mismas Bernardas a un lado y el palacio arzobispal enfrente, uno dice: ¡caramba con Alcalá!

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Y es que acaba de entrar, con el día por delante, en el recinto histórico de una ciudad –romana, árabe, judía, cristiana– prodigiosa, pionera renacentista de la universidad europea, cuajada de edificaciones civiles, culturales y religiosas de gran belleza y repleta de las huellas de infinidad de nombres ilustres –de Cervantes y Quevedo a Azaña, pasando por el controvertido Cisneros, Calderón, Ignacio de Loyola y tantos más– que nacieron en ella o la habitaron en una época de sus vidas. ¡Nunca es tarde para echar el día en Alcalá!