CUENTOS. En la primavera de 1888, a los 33 años, el joven Oscar Wilde publicó una colección ilustrada de cinco relatos para niños titulada El Príncipe Feliz y otros cuentos. Wilde dijo que era “deber de todo padre escribir cuentos de hadas para sus hijos” y también “para los adultos que aún mantienen las facultades, como los niños, para el asombro y la alegría, y que encuentran en la sencillez una sutil extrañeza”. Libros del Zorro Rojo acaba de publicar una preciosa edición de aire vintage de estos cuentos, traducidos en su día por el notabilísimo traductor español Julio Gómez de la Serna, hermano de Ramón.
Wilde, que ya había hecho su crucial gira americana y había vivido por primera vez en París, apenas sí se había iniciado en la literatura con algunos poemas y piezas teatrales. Eso sí, había publicado uno de sus cuentos más célebres e imitados –léase a Amélie Nothomb–, El crimen de Lord Arthur Saville, en el que ya aparece el personaje de Lady Windermere –inmortalizado cuatro años más tarde en su obra teatral– y que da idea de su posterior humor y agudeza crítica a la hora de retratar a la burguesía.
Iniciado ya en la homosexualidad que la sociedad victoriana no le perdonó más tarde y que le llevaría a la prisión de Reading y, a la postre, a la muerte, por su relación con el joven Lord Alfred Douglas, el irlandés, instalado en Londres, estaba casado con Constance Lloyd y había tenido a sus dos hijos, Cyril y Vyvyan, para quienes ideó los cuentos de El Príncipe Feliz.
En estos cuestos queda patente la simpatía de Wilde por los pobres y los oprimidos
ESTETICISMO. De familia acomodada, educado brillantemente en el Trinity College de Dublín y en Oxford, ya poseedor de su acreditada melena ondulada, Wilde estaba entonces en el apogeo del esteticismo que había abrazado de la mano de las teorías de John Ruskin –el inspirador de los pintores prerrafaelitas– y de su pasión por el clasicismo grecolatino y renacentista.
Esto se advierte a la perfección en el depurado lenguaje lírico de El Príncipe Feliz y en sus motivos ornamentales y decorativos –jardines, estatuas, joyas…–, que pueden causar “extrañeza” al lector de hoy. Pero, ojo, los cinco cuentos de Wilde, en los que, al modo de las antiguas fábulas, hablan y coloquian también los animales y hasta los objetos, no son un mero despliegue de esteticismo sobre el mejor y más idealizado de los mundos.
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Como ha sido tradición en los cuentos infantiles –aquí hablamos en otras páginas de Disney, con perdón de la comparación–, en los cuentos de Wilde está muy presente también el dolor, la muerte y, junto a la bondad y la inocencia, la maldad.
SOCIALISMO. Hace mil años compré, en alguna librería de viejo, Vida de Oscar Wilde, una biografía escrita por Hesketh Pearson, uno de los más populares y prolíficos biógrafos británicos del siglo XX, especializado en escritores: Shakespeare, Bernard Shaw, Dickens, Scott… Fue publicada por Biblioteca Nueva –que también editó El Príncipe Feliz– en 1948 y la traducción, mira por dónde, se debió a Julio Gómez de la Serna.
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Pearson señala algo evidente para el lector no distraído: que en estos cuentos –principalmente en el que da título al libro– queda patente la simpatía de Wilde por los pobres y los oprimidos, la denuncia de los poderosos y de las diferencias de clase. Hay que recordar que Oscar Wilde escribiría solo tres años más tarde su breve ensayo El alma del hombre bajo el socialismo, en el que quedaron patentes sus peculiares ideas socialistas, compatibles, desde una óptica de signo libertario, con la exaltación del individualismo.
Igualmente, en otro de los cuentos –El gigante egoísta–, se manifiestan nítidos los sentimientos cristianos de Wilde y su interés por la religión católica –leyó mucho al converso cardenal Newman–, que le acompañarían toda su vida.