PÓSTER. Tuve durante años un enorme póster enmarcado que representaba en vivísimos y saturados colores un frutero con manzanas rojas, plátanos, uvas negras y verdes y diría que melocotones. Era una reproducción del óleo y acrílico sobre lienzo Still Life whit Cristal Bowl, pintado por Roy Lichtenstein en 1972, joya del Whitney Museum of American Art.
Si cuento aquí el sucedido es para recordar que todo un innovador del arte del siglo XX, un artista pop que bebió del cómic y de la publicidad –y de los maestros clásicos–, también pintó bodegones. Y no pocos.
Si se nos cuela en la cabeza, sin mucho cavilar, que el bodegón es un género antiguo, propio de las sombras y luces del XVII, nos ayudará a salir del error recordar que Gauguin, Monet, Cézanne, Picasso, Gris, Matisse, Léger y –la lista es eterna– hasta los mismísimos Georgia O’Keeffe y Giorgio Morandi pintaron bodegones por un tubo. No estaban de prácticas, ni en plan de aprender copiando, ni en el comienzo de sus carreras.
[Luis Mateo Díez y las vidas exageradas del cine]
Ellos y muchos otros estuvieron interesados en hacer evolucionar un género que atraviesa el tiempo y no se casa con ninguna época concreta, aunque es indudable que tuvo su esplendor en el Barroco.
Entre el aficionado de gustos tradicionales que admira el virtuosismo pictórico en el logro del parecido fotográfico y naturalista respecto a sus modelos del que hacen obligada gala los bodegones barrocos, amén de extasiarse con todos sus sentidos por la belleza verídica de esas frutas, verduras, flores, animales, vasijas y objetos varios, y el aficionado moderno, que empieza por despreciar el mismo virtuosismo pictórico y cualquier aproximación literal a la realidad, amén de considerar que las naturalezas muertas, en concreto, están, en efecto, muertas y bien muertas, puede haber un término medio sugestivo que aloje una verdad compleja.
El bodegón es un género que atraviesa el tiempo y no se casa con ninguna época concreta
APETITO. Y todo esto es un rodeo –¿o es un atajo?– para decir que el otro sábado vi, en la sede madrileña de la Fundación María Cristina Masaveu Peterson, la exposición Objeto y naturaleza. Bodegones y floreros de los siglos XVII y XVIII: Arellano, Yepes, Juan de Zurbarán…
Disponía de tiempo antes de zamparme un bodegón completo en un restaurante de las proximidades, y lo cierto es que observar de cerca besugos, salmones, pichones, alcachofas, guisantes, cerezas, naranjas, ajos, hogazas de pan, higos, membrillos, ciruelas, peras y tal, abre el apetito a cualquiera. Y en la nueva cocina ahora se usan mucho las flores…
[Jorge Ibargüengoitia, la ética del disparate]
La exposición, nutrida por fondos de la familia Masaveu y del Museo de Bellas Artes de Asturias y comisariada por Ángel Aterido, consta de 43 cuadros y se presenta en tres secciones: “La pintura de las cosas quietas” –subdividida en otras tres– muestra los orígenes del bodegón español en Madrid y Toledo, Sevilla y Valencia, los centros pioneros de un género que ya tenía su fuerte y pautas y nombre diferentes en Flandes y Holanda; la segunda, “El gabinete de los sentidos”, de marcado carácter alegórico, ofrece exquisitas piezas de floreros, y la tercera, “Entre ciencia y tradición”, contiene una docena de obras de Luis Meléndez, quien tuvo el encargo de Carlos IV de pintar bodegones con fines científicos –un paso propio de la Ilustración– para su Gabinete de Historia Natural.
CONOCIMIENTO. Para sacar provecho no basta con mirar. Leer las cartelas y atender la documentación hace la contemplación mucho más interesante. Saber cómo los pintores de bodegones se planteaban la iluminación, las simetrías y las diagonales de sus obras; comprender los símbolos y las alegorías –sobre el paso del tiempo, la muerte, el placer…– que los bodegones contienen o entender cómo y por qué concebían las mesas y los fondos de sus cuadros, proporciona el conocimiento de que todo un mundo de reglas, mensajes y pretensiones se encerraba dentro de su asequible y comestible cotidianidad.