EPISODIO. Después de Oppenheimer y Napoleón, han venido Priscilla, Maestro, Ferrari, Saben aquell (excelente)... Son varias las películas biográficas no documentales que coinciden en la cartelera. Bastantes, para ser el biopic un género cíclicamente cuestionado: resulta caro, y no siempre rentable, al tener que reconstruir escenarios del pasado, puede no satisfacer las expectativas y los prejuicios que los espectadores tienen respecto al personaje biografiado, puede resultar dramáticamente plano y meramente ilustrativo si abarca un periodo extenso de una vida sin el suficiente número de pasajes álgidos… Este último inconveniente suele solventarse acotando un episodio o un periodo intenso en la peripecia del “biografiado” —del que raramente suelen interesar su infancia y juventud, a veces solventadas con saltos atrás—, de manera que esta clase de películas no son en rigor biografías totales —imposibles de abarcar en dos horas y pico—, sino la reconstrucción de un determinado tramo atrayente de la vida del personaje.
Los biopics, presentes desde muy pronto en la historia del cine, proceden, como tantas cosas, de la literatura, del auge que tomaron desde el Romanticismo —aunque su origen se remonta a la Antigüedad clásica— las biografías escritas de los grandes personajes: la gente quería saber sobre las vidas de las figuras históricas, muchas se escribían a la mayor gloria de los biografiados y muchas se proponían con el afán pedagógico de resaltar gestas y valores. Modelos. Luego, fueron llegando las biografías académicas, fruto de años de investigación, basadas en documentos y cuajadas de citas, fuentes y notas, pero esa es otra historia. Como son otra historia las biografías periodísticas prêt-à-porter.
BAGAJE. Pensando en esto me han venido a la memoria algunos usos y planteamientos de un pasado no tan remoto que hoy veo desvaídos. Por ejemplo, hubo un tiempo en que muchos personajes populares entrevistados y también gente común manifestaban su predilección por la lectura de biografías. Esta declaración, en una España poco sofisticada, digamos, culturalmente, era una forma ingenua de darse buen tono. Quien así hablaba no solo daba a entender que leía, sino que tenía el propósito de hacerse con un bagaje cultural, de aprender con las vidas de las figuras históricas relevantes.
Las biografías eran lectura iniciática y de tránsito a mayores empeños
Esta aspiración, al menos a través de la lectura de biografías, ya no está vigente o no se exhibe como mérito. En la era de la Wikipedia, que permite hacerse cargo de una vida en diez minutos, no parece necesario, para la cultura general, dedicar tiempo a la lectura de una nutrida biografía. Y, hablando de cine, sería incalculable cuantificar lo que todos hemos aprendido, a grandes rasgos, sobre personajes que han sido objetos de biopics: sabemos que Van Gogh se peleaba con Gauguin y que se cortó la oreja —¿qué oreja?— gracias a El loco del pelo rojo; que Tomás Moro le echó narices a su disputa con Enrique VIII, gracias a Un hombre para la eternidad; que Miguel Ángel se peleó todo el rato con el papa Julio II, gracias a El tormento y el éxtasis, que Mozart era muy ordinario y se reía como un lerdo gracias a Amadeus... ¿Qué nos quedará de Robert Oppenheimer? El sombrero, por lo menos.
ZWEIG. En mi adolescencia, no sé ahora, la lectura de biografías estaba muy promovida desde el colegio —a través de su biblioteca—, en coherencia con las abundantes colecciones biográficas que las editoriales de entonces —Juventud, Bruguera…— publicaban para jóvenes. Las biografías eran lectura iniciática y de tránsito a mayores empeños, y desde la Colección Historias —biografías breves e ilustradas escritas por estajanovistas en nómina que firmaban con nombres extranjeros— se pasaba enseguida a leer a Emil Ludwig, a André Maurois, a G. K. Chesterton y, por supuesto, a Stefan Zweig, tan sobreactuado de emotividad e intensidad literaria. Por eso siempre comento con asombro la actual “moda Zweig”, su prestigioso rescate para lectores adultos de postín.