Imagen | Luces y sombras del teatro posdramático

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Luces y sombras del teatro posdramático

En este Día Mundial del Teatro sin, desgraciadamente, vida en las tablas nos detenemos en la presunta tensión entre las corrientes posdramáticas y el teatro de texto. María Velasco y Ernesto Caballero cruzan sus visiones sobre este fenómeno polémico.

27 marzo, 2020 15:00
Ernesto Caballero
Autor y director

Excelencia no es afectación rupturista

Las cosas que pasan sobre el escenario no deben parecer que pasan: deben pasar. Esta pretensión realista anida en el teatro desde sus orígenes y cada época la afronta según el imaginario de su tiempo. El teatro occidental se caracteriza por la permanente renovación de sus sistemas expresivos para conseguir un efecto de realidad: la verosimilitud. Esta resintonización siempre es progresiva: las nuevas formas son eslabones de un proceso evolutivo. Así, el teatro posdramático (término más del agrado de teóricos y comunicadores que de los propios artistas que lo practican) se explica a partir de dos hechos fundamentales en el desarrollo de la escena contemporánea: el surgimiento de una poética no subsidiaria del texto dramático y la renuncia a toda pretensión de mímesis por parte del actor.

"La vigencia del teatro posdramático, donde la poética no es subsidiaria del texto y el actor renuncia a la mímesis, acaso se deba a la apuesta por lo veraz en un mundo de posverdad"

Los elementos sensoriales (plásticos, sonoros, ambientales...) comportan en sí una determinada dramaturgia donde la palabra se integra como materia escénica enunciada como acto performativo. El relato deja de ser logocéntrico; no se trata de encarnar la palabra sino de presentarla en su propia y descarnada naturaleza matérica y conceptual. El actor ya no es un intérprete sino un performer, un ejecutante de acciones que renuncia a la ficción de revivir situaciones imaginarias; el hecho teatral —como en el circo, la danza, el deporte o el toreo— es sólo lo que sucede en el aquí y ahora.

Esta actitud viene determinada por lo que el escritor Robert Abirached enuncia como “la crisis del personaje en la escena moderna”: la mímesis se desdibuja hasta que irrumpe en escena el actor sin máscara. Una senda de desenmascaramiento que termina confluyendo con fenómenos del arte contemporáneo como el happening, el flashmob, el conceptualismo, el arte de la instalación, el body art... hasta llegar a referentes como Fabre, Castellucci o Angélica Liddell.

Se trata de un teatro de acusada carga política, en donde es desactivada la acción dramática entendida al modo tradicional. Por tanto, desaparece la tensión agónica; los conflictos se establecen desde otros parámetros: plásticos, sensoriales, ambientales... y la convención del tiempo teatral también salta por los aires. El espectador es instado a variar su horizonte de expectativas: ya no está tanto para seguir una historia lineal con su consabida estructura de causa-efecto, como para participar de una experiencia interdisciplinar en la que cualquier material puede ser incorporado en función de unas determinadas premisas estético-ideológicas.

Los resultados artísticos de esta hibridación son variados y la excelencia no tiene por qué ser sinónimo de afectación rupturista. En todo caso, estos planteamientos están dejándose sentir en muchos creadores no necesariamente adscritos ortodoxamente a este movimiento. Su pertinencia acaso se deba a la apuesta por lo veraz en un mundo de posverdad donde los discursos oficiales han descubierto el potencial de lo verosímil frente a lo factual.

María Velasco
Autora y directora

Pensar la escena fuera de las tablas de la ley

En vísperas de la cuarentena, me disponía a compartir un texto con estudiantes y me sorprendí prologándolo con algo que parecía un protocolo de prevención para el Covid-19. Les dije que quienes tuvieran furia por comprender iban a sentirse molestos. Ni era un texto con abrefácil ni iba a ofrecer entretenimiento reconfortante.

Nuestra capacidad de analizar y asociar ha sido atrofiada como pies de china, pies de loto, por el espectáculo, el banner y el meme, también por la sintaxis de las narraciones hegemónicas. Todo lo que fuerza los límites es sospechoso de ser aburrido, críptico o petulante.

"Cuando se habla de teatro para todos, ¿no se está confundiendo el teatro público con pan y circo y la isla de las tentaciones? Desafiar a la ficción normalizada hoy te condena"

Fue Lehmann quien utilizó el término ‘teatro posdramático’ en un libro homónimo para referirse a prácticas escénicas “en oposición polémica a la tradición, lo que no significa su soslayo”. Aunque Lehmann situaba el pistoletazo en los 70 del pasado siglo, él mismo se encargaba de trazar una genealogía con variados antecedentes. Podríamos ampliar su definición acudiendo, entre otros, a Müller (“no creo que una historia que tenga pies y cabeza pueda hoy hacer justicia a la realidad”) o a Haraway (“el enfoque oblicuo y perverso facilita revisiones de las narrativas occidentales”).

Todas las etiquetas tienen algo de claustrofóbico, también la de posdramático. Encerrar una obra en una categoría es como meter a un pájaro en una caja de cartón. La de posdramático se ha extendido en el corrillo teatral, no porque haya un conocimiento o reconocimiento (ya que estas prácticas han llegado a los escenarios con cuentagotas), sino para tener un nombre con el que despachar todo aquello que, por su extrañamiento, cito a Paul B. Preciado, “no puede ser inmediatamente reconocido o supone un problema para el sistema de representación”. Por suerte, la plasticidad de nuestra libertad de expresión está por encima de categorías y rankings. Los poetas siempre lo han tenido más claro: el arte es la infinidad de los posibles (por ello, compadezco a los críticos que van al teatro con un escalpelo logocéntrico: no es que no vayan a ver a Dios, es que nunca tendrán un orgasmo).

Yo hace tiempo que me resisto a hacer teatro comme il faut. Es una decisión política. No podemos esperar que las cosas cambien si nuestras representaciones siguen siendo las mismas. Cualquier desafío respecto a la ficción normalizada/normalizadora (o a lo que, impropiamente, se nombra teatro de texto) te condena a cierto ostracismo. El asunto no es trabajar o no trabajar: es que hay un lobby de producción simbólica, a medio camino entre Aristóteles y la novela decimonónica, un sucedáneo de variedades y cabezas de cartel. Cuando se habla de un teatro para todos, ¿no se está confundiendo el teatro público con pan y circo y La Isla de las tentaciones? Aunque la mayoría hemos visto obras del desgraciado de Van Gogh sobre un tresillo, seguimos negando que la historia del arte es la de artefactos que rebasaron nuestro umbral de expectativas. La clave no está en un teatro para todos, sino en la posibilidad de lo múltiple.