Imagen | La saturación de imágenes

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La saturación de imágenes

En estas semanas el tráfico digital y la manera de compartir las imágenes ha aumentado considerablemente. ¿Ha supuesto esta crisis un cambio en la fabricación de las imágenes? Opinan Marta Gili y Joan Fontcuberta

8 junio, 2020 08:13
Marta Gili
Directora de la École Nationale Supérieure de la Photographie, Arlés

Nosotros también queremos “hacer el resto”

Para muchos, nuestra relación con las imágenes nunca ha sido tan intensa como durante este periodo de confinamiento. La inquietante constatación de la vulnerabilidad de nuestros cuerpos y de nuestro sistema de vida parece haber encontrado en la producción y la difusión de imágenes un modo de expresión tanto del miedo como de la empatía. Su fabricación y circulación en internet no es, desde luego, un fenómeno nuevo. Lo inédito ha sido su acceso súbito, simultáneo y casi global durante estos últimos tres meses. Y lo que ha puesto en evidencia es la estrecha relación entre la producción digital y nuestra cotidianeidad.

De entrada, lo digital ha eliminado de raíz la presunción de que existe una frontera entre el cuerpo y lo tecnológico. Nuestros cuerpos en confinamiento se han convertido en pantallas dirigidas hacia el exterior y en espejos públicos de nuestra vida en el interior. El tele-trabajo, como la tele-enseñanza, ola tele-compra –por no hablar del tele-aperitivo, de la tele-familia, o el tele-amor– han evidenciado la definitiva disolución del espacio público y el privado. Esas mismas tecnologías digitales han propiciado, además, una eclosión de expresiones creativas inundando las redes sociales y poniendo de relieve una de las cuestiones más enarboladas desde los inicios de la fotografía: la democratización del uso de las imágenes.

"Lo digital ha eliminado de raíz la presunción de que existe una frontera entre el cuerpo y lo tecnológico. Nuestros cuerpos en confinamiento se han convertido en pantallas dirigidas hacia el exterior."

Registrar los ritos familiares, los viajes, lo exótico, los momentos de crisis social o personal formaba parte del espíritu comercial de los famosos eslóganes que la empresa americana Kodak repetía, a principios del siglo pasado, en sus campañas publicitarias: “usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto” o “la mitad del mundo sabe ahora cómo vive la otra mitad”. De algún modo, Kodak definió las políticas de lo visible: quién mira a quién y para qué. Este modelo, aparentemente democrático, se perpetúa todavía hoy en el acceso a lo digital. Y dado que es fácil intuir, de la mano de los actuales discursos postcoloniales o de género, que la historia de la fotografía ha contribuido, ella también, a perennizar la invisibilidad, el control y la violencia sobre muchos cuerpos y comunidades, no estaría de más emprender desde ahora mismo, colectivamente, la tarea política del cuidado y de la resistencia frente al control tecnológico. Ello no significa, de ningún modo, abandonar la creación digital, sino tomar consciencia, en base a este pasado, de que esta masa de imágenes no es homogénea y que también produce exclusión a todos los niveles: social, político, educativo, sanitario y cultural.

Sin duda, la subjetividad contemporánea se constituye ya, en parte, a través de lo digital. Pero deberemos definir los modos de producción y de circulación que prefiguran el discurso de lo tecnológico, lo sostienen y lo controlan para que “nosotros podamos también hacer el resto”, parafraseando la famosa frase de Kodak. Probablemente, con las tecnologías digitales, como con los virus, debamos aprender a vivir con ellas y protegernos de aquellos que puedan llegar a utilizarlas para estigmatizar, excluir o “hacer el resto” sin nosotros.

Joan Fontcuberta
Artista y teórico

El infinito de las imágenes

De las imágenes artesanales hemos pasado a las imágenes automatizadas. El resultado es que tal inflación, más que facilitar la hipervisibilidad, parece sumirnos en la ceguera. Pero ¿estamos realmente saturados de imágenes?¿Hay demasiadas? ¿Resulta pernicioso ese exceso? El tránsito del homo sapiens al homo photographicus ha relegado la fotografía como escritura y la ha encumbrado como lenguaje. Hoy para hablar nos valemos –también– de las imágenes, y lo hacemos con la naturalidad del hábito adquirido sin darnos cuenta. El homo photographicus tiene condición de prosumer: productor y consumidor a la vez. Hay muchas imágenes porque su producción ya no es prerrogativa de operarios especializados sino dominio común. Hablamos con imágenes de forma espontánea, tal como hablamos con palabras. ¿Nos planteamos como problema la abundancia de palabras? La comparación es tramposa, pero pedagógica. La riqueza lexicográfica, por ejemplo, puede ser muy extensa, pero se ciñe a los límites del diccionario. En cambio, cada imagen es una invención (salvo formas codificadas como los emoticonos) y por tanto su repertorio es infinito. Las palabras requieren, para funcionar, el consenso social de su significado; en cambio cada imagen es una apuesta incierta.

Claro que de la masificación derivan cambios en nuestra relación con la imagen: lo que antes era una mercancía escasa y valiosa ahora se vuelve profusa y sobrante. La imagen se desauratiza, se desacraliza, se banaliza, pero también se democratiza. El problema, pues, no es la saturación sino el uso y la agencia de las imágenes.

"Hay muchas imágenes porque su producción ya no es prerrogativa de operarios especializados sino dominio común. Hablamos con imágenes de forma espontánea, tal como hablamos con palabras."

Todo lenguaje es proclive a superponerse a la realidad que describe. La imagen nos consuela de la ausencia reemplazando simbólicamente lo ausente. La situación que vivimos ahora no hace sino demostrarlo de forma fehaciente. Suplimos la presencia física por la presencia en la pantalla, suplimos el cuerpo por la imagen. Esto produce situaciones elocuentes. Como la ocurrencia del cura de Robbiano, en el norte de Milán: al no poder acudir sus confinados feligreses a la misa preceptiva del domingo, les conminó a facilitar su selfie. Según parece, esto a Dios ya le valía. Si nosotros no podemos, que cumpla el Mandamiento de santificar las fiestas nuestra foto. Es impagable ver la iglesia vacía, pero con docenas de retratos pegados a los respaldos de los bancos.

Tanto da si sobran imágenes. El verdadero brete en ciernes es que cada vez más las imágenes ya no son hijas de la cámara sino de los algoritmos. “¿Qué pasa –se pregunta Jorge Luis Marzo en un ensayo que publicará la editorial Àrcadia a principios de 2021)– cuando las fotos están hechas para que las máquinas puedan hablar entre ellas, sin contar con nosotros, con el fin de que nos analicen y pronostiquen? ¿Qué sucede cuando la función y el valor de las imágenes son determinados por lenguajes inhumanos, sin contar con nosotros? ¿Dónde quedan los ojos que no son máquinas?”. El problema no es la saturaciónde las imágenes, sino el fin de las imágenes humanas.