José Antonio Marina
Ensayista, filósofo y pedagogo
¿Viene el lobo de verdad?
No. Ya está aquí. Todas las naciones llevan años en estado de alarma educativa. Ante una sociedad que cambia aceleradamente, con una proporción inasumible de jóvenes en paro, con el desembarco masivo de sistemas potentísimos y baratos de inteligencia artificial, los sistemas educativos se preguntan qué hay que enseñar, cómo y quién va a hacerlo. Vivimos sometidos a la Ley Universal del Aprendizaje, que dice: “Toda persona, toda institución o toda sociedad, para sobrevivir, necesita aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia el entorno; y si quiere progresar, tendrá que hacerlo a más velocidad”. Las grandes empresas tecnológicas (Google, Apple, Facebook, Microsoft, Amazon...) invierten muchísimo en investigación educativa, convencidos de que ese va a ser el negocio más importante en los próximos años. Sir Michael Barber, buen conocedor de los sistemas educativos estatales –ha asesorado a más de veinte gobiernos– y de la industria educativa, piensa que tal vez los sistemas educativos nacionales no puedan soportar la competencia de otros canales de educación.
Así estaban las cosas cuando apareció la pandemia. Me parece bien que el secretario general de la ONU advierta de una posible “catástrofe generacional” si la escuela se cierra, pero me preocupa más contemplar las generaciones que ya se están perdiendo, por falta de expectativas, porque la catástrofe que anuncia puede evitarse, y la otra ya está consumada.
"La situación es difícil, pero si tuviéramos un sistema educativo eficaz, podríamos ayudar a que los alumnos recuperaran lo perdido. El verdadero lobo no es el Covid."
La experiencia del confinamiento nos ha enseñado muchas cosas. Todos sabemos que en el éxito o fracaso escolar influyen tres factores: la calidad del colegio, el ambiente socioeconómico de la familia, y el comportamiento del alumno, muy influido por los otros dos. La enseñanza telemática durante estos meses ha puesto de relevancia la decisiva importancia de los dos primeros. Ha habido centros educativos que han desarrollado unas clases virtuales y participativas de alta calidad. Pero solo cuando las familias y los colegios disponían de muchos medios. Una enseñanza online ampliaría la brecha educativa que ya está planteada por las condiciones económicas y culturales. La función igualitaria de la escuela colapsaría. El gobierno debería haber aprovechado la experiencia para preparar al sistema para un posible empeoramiento de la pandemia, pero no lo ha hecho.
La situación es difícil, pero si tuviéramos un sistema educativo eficaz, podríamos ayudar a que los alumnos recuperaran lo perdido. El verdadero lobo no es el Covid, sino el índice de abandono escolar, la desigualdad de oportunidades, el desconcierto educativo provocado por los distintos gobiernos, el desánimo de los docentes, la desconexión entre padres y escuelas, la incapacidad de los partidos políticos para establecer un pacto, el fracaso de la educación como ascensor social, la ruptura del pacto entre generaciones, la desconexión ente educación y trabajo y el desinterés de la sociedad por la educación. La pandemia acabará, pero esos males crónicos permanecerán. Y la preocupación por lo inmediato tendrá como pernicioso efecto la postergación de la movilización educativa que España necesita.
Ariadna G. García
Poeta, novelista y profesora
No perderán el curso
Algunos piensan que si el alumnado no recibe clases presenciales desaparecerá por el interior de un agujero negro. Deben de ser los mismos que no se han dado cuenta de que nuestra antigua realidad ha sido enrollada y guardada dentro de un armario. Un virus nos ha puesto del revés. Engrosan sus filas aquellos que niegan que los docentes hayamos trabajado a destajo durante el confinamiento. Cuando lo cierto es que somos la columna invisible que ha sostenido en pie a nuestros estudiantes, que les ha alentado y animado cuando renunciaban a nadar en un océano de incertidumbre. Porque nos importan, porque amamos nuestra profesión y queremos proteger la llama que titila en sus pechos. Ningún profesor disfruta con la teledocencia. Nos gusta el cara a cara, la complicidad, el vínculo mágico que nos une al grupo. Pero de recurrir a ella, ni supondría una catástrofe académica ni el fin de la civilización. Seamos serios. Maestros y profesores seguiríamos la programación de aula para dar el currículum, pero por otras rutas pedagógicas. ¿Cuántos alumnos que ya daban el curso por perdido se engancharon a la metodología online, más creativa y orientada a la investigación? ¿Cuántos se centraron alejados de las tensiones del grupo? El decorado del mundo se ha venido abajo.
"Ningún profesor disfruta con la teledocencia. Nos gusta el cara a cara, la complicidad. Pero de recurrir a ella, ni supondría una catástrofe académica ni el fin de la civilización. Seamos serios."
Quizás sea ahora menos relevante estudiar el predicativo, que saber lo que sienten los alumnos: su pánico al virus, el desconsuelo por la pérdida de un ser querido, la angustia por el paro de sus padres. Esta pandemia lo está arrasando todo. Muchos adolescentes han caído en un pozo emocional. Y eso sí debería preocuparnos. ¿Alguien ha pensado en el modo de ayudarlos cuando los colegios e institutos vuelvan a abrir sus puertas? Van a llegar con sombras. ¿Quién los nutrirá de luz? ¿Y sabemos, acaso, si desean regresar a las aulas con el aumento de brotes? Gracias a la enseñanza presencial, los jóvenes evitarán un terremoto en sus relaciones sociales. Necesitan reforzar la individualidad fuera de la familia, tener otros adultos de modelo, liberar volcánicos torrentes de adrenalina y vivir experiencias memorables; todo eso lo garantiza un centro educativo.
Pero para regresar a las aulas (y los docentes queremos), hay que adoptar medidas que garanticen la seguridad de todos. Y estas pasan por invertir generosamente en Educación: bajada de ratios, contratación de docentes, habilitación de espacios, establecimiento de turnos y, en último extremo, alternancia de la enseñanza física con la telemática (dotando de tecnología a los alumnos menos favorecidos, para cerrar así la brecha digital que amenaza con sacarlos del sistema). De lo contrario, comenzarán los contagios, regresará el confinamiento y con él los sentimientos de miedo, pérdida, dolor y desesperanza de miles de alumnos. Los políticos pueden evitarlo. Deben enterrar su visión adultocentrista del mundo e interesarse por el porvenir de los niños y jóvenes. Lamentablemente, son cortoplacistas y delegan sus responsabilidades en quienes les sucedan. ¿Cambiarán? Sea lo que fuere, los claustros de la Pública nunca vamos a dejar atrás a ningún estudiante. Confíen en nosotros, y en sus hijos.