Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política. Autor de Pandemocracia
El poder de las democracias
Con ocasión de la pandemia los gobiernos democráticos han recibido una doble recriminación en sentidos contrapuestos: porque son demasiado fuertes o porque son demasiado débiles. Por un lado, ha habido manifestaciones contra las medidas sanitarias en nombre de la libertad de los individuos, que al parecer deberían poder hacer todo lo que quieran, aun poniendo en riesgo la vida de los demás; por otro, la acusación de debilidad, incapacidad para ponerse de acuerdo, indecisión y falta de eficacia en la aplicación de las medidas necesarias. No parece posible dar la razón a ambas acusaciones al mismo tiempo, pero sí puede que las dos sean falsas, infundadas o exageradas.
Examinemos la primera de las críticas, las que se dirigen a un supuesto autoritarismo de aquellos gobiernos que aprovecharían la excepcionalidad de la pandemia para procurarse prerrogativas que no les corresponden. Las situaciones de excepción no suspenden la democracia, tampoco su dimensión deliberativa y polémica. El pluralismo sigue intacto y el normal desacuerdo social continúa existiendo aunque su expresión deba estar condicionada a facilitar el objetivo prioritario de la urgencia sanitaria. La democracia, incluso en momentos de alarma, necesita contradicción y exige justificaciones. Las situaciones de alarma no suspenden el pluralismo sino tan solo su dimensión competitiva.
El verdadero poder de las democracias frente al señuelo autoritario consiste en su capacidad de proteger la crítica y el desacuerdo, estimular el contraste y las alternativas
Quienes, desde el punto de vista contrario, critican a la democracia por su debilidad, suelen añorar sistemas de gobierno que subordinen los formalismos democráticos a la efectividad. Olvidan así que la fortaleza de la democracia no procede de su rapidez autoritaria sino del espacio de crítica que configuran. Los regímenes autoritarios, al reprimir esa crítica, se privan de los beneficios de la libre circulación de la información y de la institucionalización del desacuerdo. La ausencia de libertad de expresión y los obstáculos a la circulación de información están en el origen de muchos errores políticos que, además, tienen una más difícil solución en los sistemas políticos autoritarios que en las democracias liberales. Tenemos un ejemplo negativo en la gestión que China hizo de la crisis sanitaria: las disfunciones inherentes al sistema no permitieron a la información circular eficazmente entre las escalas administrativas locales y el poder central. Esta es la razón de que las medidas contra la epidemia se hayan revelado caóticas y contraproductivas, especialmente cuando la policía de Wuhan prefirió arrestar y reprimir a los médicos que habían lanzado las alertas antes que escucharlas advertencias y prevenirse contra el riesgo epidémico.
El verdadero poder de las democracias frente al señuelo autoritario consiste en su capacidad de proteger la crítica y el desacuerdo, estimular el contraste y las alternativas. La inteligencia de la democracia (Lindblom) es el resultado de una larga experiencia que nos ha llevado a los humanos a que la aspiración de que las sociedades sean gobernadas con eficacia esté compensada por una limitada confianza hacia los que gobiernan y por la posibilidad, siempre abierta, de que haya otros que lo puedan hacer de otra manera.
Chantal Maillard
Poeta y ensayista. Acaba de publicar La arena entre los dedos
Pseudoproblemas en tiempo de pandemia
Hay polémicas –y no pocas– que se generan por falta de perspectiva, y otras, por no tener claro el sentido de los conceptos que entran en conflicto, dos errores que suelen originar falsos problemas, como el que tiene lugar ahora con respecto a la libertad individual y la defensa de lo colectivo. Lo malo de los falsos problemas es que pueden derivar en verdaderos conflictos. Conviene, por ello, tratar de aclarar los términos y revisar los conceptos que utilizamos.
En términos absolutos, la libertad no es un derecho, es ante todo un acto de conciencia que nos lleva a saber cómo actuar en cada circunstancia. Es, en tiempos de catástrofes, enmendar
¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de lo colectivo? ¿De qué colectividad estamos hablando? Porque, por poco que tomemos distancia, vemos que, además de las múltiples colectividades humanas y aquellas otras que comparten nuestro entorno más inmediato (animal, vegetal, mineral), vivimos dentro y habitados por multitud de colectividades, sociedades de individuos macro y microscópicos, con y entre las cuales se trazan conexiones, se elaboran tejidos y se diseñan pautas de comportamiento. El ethos es a la vez un hábitat y un comportamiento. Las colectividades actúan unas dentro de otras, con y en contra de otras, modificándose mutuamente en perfecta (o imperfecta) dependencia, y lo que asegura la subsistencia de una colectividad es que esa interactuación tenga lugar dentro de un orden, un orden que nosotros los humanos, evidentemente, no establecemos.
Nos han educado mal: queremos sobrevivir a toda costa, por encima de todos. Pero proteger la vida de una especie en detrimento de las demás altera el orden del sistema, la convierte en plaga. Nos cuesta entender que el sistema natural del que, lo queramos o no, formamos parte es autopoiético: se crea a sí mismo y se autorregula. Cuando se origina un desequilibrio, procura corregirlo y, en ese proceso, ciertas importantes transformaciones tienen lugar. La rueda de la vida no se acabará por ello, pero sí nuestro mundo, aquel de los “derechos (meramente) humanos”, que hemos desplazado indebidamente desde el ámbito social en el que se establecieron a un plano ontológico que no les corresponde.
Las ciencias tienen hoy en día una responsabilidad a la vez ética y política.Y ni la ética ni la política pueden pensarse
ya prescindiendo de las relaciones con el medio (animal, vegetal, mineral, acuífero, etcétera). Es tiempo de que dejemos de pensar en organismos individuales y abandonemos los batiscafos desde los que observamos el exterior como si fuese algo distinto de nosotros. Es tiempo de entender que el medio no nos pertenece, sino a la inversa. Cualquier ciencia que hoy piense su objeto independientemente del medio acelerará la catástrofe. A partir de aquí es donde deberíamos empezar a hablar de libertad. En términos absolutos, la libertad no es un derecho, es ante todo un acto de conciencia que nos lleva a saber cómo actuar en cada circunstancia. En tiempos de bonanza es saber acatar las reglas del juego –el de la vida, con toda su muerte incluida– y en las catástrofes, atemperar el ánimo, reconsiderar lo acometido amparados en esa otra libertad que nos otorgamos en contra y a pesar de otros, y enmendar. Curar significa ponernos a la escucha,
no de los discursos sino del curso, y reconducir el rumbo.