Amelia Pérez de Villar
Traductora de Dickens, Stevenson y Wolfe. Su último libro es Los enemigos del traductor (Fórcola)
Por mucho pan, nunca es mal año
Afirma el refrán que “por mucho pan, nunca es mal año”, y si bien el exceso no es bueno para nada, una oferta nutrida hace posible la libertad de elección, la diversidad, la pluralidad y el colorido. Revisar una traducción está justificado en muchas ocasiones, más de las que creemos: algunas envejecen mal, demasiado marcadas por el estilo de la época. O llevan la cicatriz de la censura, o contienen incorrecciones propias de la falta de profesionalidad y el buen dominio de la lengua original por parte de su traductor. Eso por no hablar de las que se hicieron (como las del ruso a través del francés) desde un idioma intermedio. En España tenemos traductores de sobra, muchos de ellos muy buenos, y no está justificado recuperar un clásico sin renovar la traducción. Cuando digo renovar hablo de subsanar estos defectos que he enumerado hasta ahora.
Me parece especialmente mal que se ofrezcan ediciones nuevas, de lujo, algunas ilustradas, y vayan con una traducción vieja. O que se lancen traducciones nuevas y solo se publiciten por el formato
Estoy completamente en contra del revisionismo para adaptar una obra antigua, o clásica, al pensamiento de moda. Si la traducción es buena, el lenguaje basta para transmitir todo lo que lleva dentro un libro, y se supone al lector la inteligencia necesaria para situarlo en contexto. El resto es una forma nueva de censura.
Y aunque seguramente hay pocas obras imposibles de encontrar, el relanzamiento de un clásico nunca es mala noticia. Muchos lectores coleccionan distintas versiones de sus clásicos preferidos. Otros consideran la posibilidad de comprar una nueva edición, con traducción nueva, porque la que tienen se ha quedado obsoleta. Es perfectamente posible limpiar un texto antiguo y modernizarlo sin intervenir en su espíritu, exactamente igual que se restaura una obra de arte. Si una editorial ofrece una traducción trasnochada y otra una traducción nueva, hecha por un profesional, no hay duda de cual estará más cuidada.
Me parece especialmente mal que se ofrezcan ediciones nuevas, de lujo, algunas ilustradas, y vayan con una traducción vieja. O que se lancen ediciones nuevas con traducciones nuevas, con el riesgo que conlleva y la inversión que exige, y solo se publiciten por el formato: quedarnos ahí es quedarnos en la superficie, o conformarnos con la mitad cuando podemos tenerlo todo. Si se hace una buena promoción de un buen libro nadie queda en la sombra.
Lanzar libros nuevos –y autores inéditos– no es incompatible con relanzar clásicos que ya se tradujeron, sino que permite acceder a parte de la obra, nunca traducida, de autores clásicos. Por citar un par de ejemplos que conozco bien porque son editoriales con las que trabajo, esto es lo que está haciendo Páginas de Espuma con sus antologías de relatos, ensayos y artículos de autores clásicos, Atalanta, que renueva sus traducciones cuando publica algún relato ya en circulación, o Fórcola, que aparte de esto nos ofrecerá en breve un poemario de Zweig inédito en castellano. La industria editorial española es amplísima para bien y para mal, y hay sitio para relanzar, recuperar y redescubrir nombres quizá menores comparados con los grandes titanes de la literatura, pero también válidos e interesantes.
Sandra Ollo
Editora de Acantilado
El placer del descubrimiento
Partimos de la premisa de que el adjetivo “clásico” no etiqueta únicamente a un libro antiguo, sino también a textos modernos y por supuesto contemporáneos. Entendemos por clásicos aquellos textos que nunca dejan de ser actuales, porque su lectura (y su relectura) ilumina una parte no menor de nuestra vida, y nos ayuda a leer nuestro tiempo y descifrarlo. Son textos que, con independencia de haber sido escritos en un pasado más o menos remoto, nos descubren (a veces se trata de una auténtica epifanía) la materia común que conforma a los seres humanos, y que permanece inmutable con el paso de los siglos pese a las cambiantes modas y circunstancias. A través de esas obras clásicas nos reconocemos: nos muestran que otros han transitado el sendero de la vida, de manera que nuestro camino resulta, si no menos solitario, mucho más rico y entretenido.
Es importante y necesario que cada época tenga sus traducciones de los clásicos, que acompañarán a varias generaciones, ya que los criterios de edición mutan y evolucionan
Los clásicos nos conectan con nuestra cultura, nos injertan en ella casi contra nuestra voluntad, y contribuyen a afinar y precisar el sentido de la palabra civilización, tan necesaria en éste y en todos los tiempos. Nos sumergen en un caudal abundante y generoso, que nos envuelve y contribuye a configurar nuestro criterio, porque el mérito de muchos clásicos también es que nos enseñan a identificar discrepancias.
También nos desvelan los numerosos jirones de los que estamos hechos, cómo nos construimos (y a menudo nos destruimos), individualmente y como sociedad, porque toda obra, incluso la más intempestiva, es hija de su tiempo. Por eso es importante y necesario que cada época tenga sus traducciones de los clásicos, que acompañarán a varias generaciones, ya que los criterios de edición mutan y evolucionan, a menudo a la luz de nuevos hallazgos científicos, a menudo a resultas de un giro en la perspectiva desde la que los leemos. De ahí que el marco con el que los presentamos a los lectores sea tan importante.
En unos casos la labor editorial consistirá básicamente en limpiar el texto de las adherencias del tiempo, en otras, de pulir una traducción poco acertada, o incluso de acercarlo al lector en una edición amigable que lo acompañe y no lo desaliente.
Cuando el texto está listo y entra en el catálogo, se descubre el diálogo sutil que establece con los autores contemporáneos, a los que de ninguna manera suplanta sino que nutre, y con los que convive de forma natural. Como dice Italo Calvino en ese maravilloso y ya conocido artículo titulado “Por qué leer a los clásicos”: “Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos”.
Y ésta es una idea que me parece fundamental: editar textos clásicos contribuye a renovar el placer del descubrimiento, de generación en generación, y ese placer no es otro que el de cualquier lectura que se precie.