De un tiempo a esta parte, el diseñador gráfico Diego Areso, director de arte del diario El País, viene publicando en el suplemento cultural Babelia una especie de sección titulada “Juzgar un libro por su portada”. Al comienzo de cada temporada, Areso selecciona un puñado de cubiertas que han llamado su atención por cualquier motivo y, con mirada experta, las comenta casi siempre positivamente, justificando la razón que las destaca. Es una buena práctica, que amplía el modo en que nos cabe considerar un libro.
Sería deseable que en los espacios donde se habla de libros se dispusiera de secciones que valoraran la belleza de los libros en cuanto objetos materiales
Dado que me dedico profesionalmente al sector editorial, ocupándome a menudo del control de buena parte del proceso de preimpresión de los libros a mi cuidado –que abarca desde la recepción y revisión del original hasta la entrega a imprenta del texto convenientemente maquetado–, he desarrollado una cierta afición a los aspectos materiales de toda edición.
Un libro es, entre otras cosas, un soporte destinado al consumo de textos y/o imágenes. Lo más corriente, cuando discurrimos sobre libros, es referirnos exclusivamente a su contenido textual o iconográfico; casi nunca lo hacemos a otros aspectos que sin embargo deberíamos tener en consideración, por cuanto tienen a menudo una incidencia importante, cuando no decisiva, en nuestro modo de leer.
Ciñámonos exclusivamente, de momento al menos, a los libros de texto (a los libros con texto, quiero decir, no a los libros escolares). Cualquiera sea la calidad del texto en cuestión, su lectura es condicionada en mayor o menor grado, de manera más o menos subliminal, por una serie de factores, de carácter tanto técnico como material y estético, de los que no se suele cobrar conciencia.
El diseño de la portada (de la cubierta o de la sobrecubierta, para ser más precisos) y el envoltorio general del libro mismo, comprendidos sus convencionales paratextos (los llamados textos de cubierta, incluidas las solapas), es sólo uno de esos factores. Mucho más determinante de la lectura es la tipografía empleada, el cuerpo de la letra, la interlínea, el tamaño de la caja, la puesta en página, etc., etc. Al lado de esto, hay que contar la calidad tanto del papel (color, gramaje, satinado) como de la impresión. A continuación, la del encuadernado (encolado o cosido, en rústica o tapa dura, forrado o no). Y todavía un montón de cosas más.
Antes aún de considerar todos estos elementos, el texto en cuestión es sometido a una serie de mediaciones y de intervenciones que pueden mejorarlo de forma sensible. Si se trata de un texto escrito originalmente en una lengua extranjera, la traducción es, obviamente, muy importante. Pero también, ya sea un texto traducido o no, la revisión estilística, la adecuada puntuación, la ordenación de los párrafos, la gestión de los blancos de página, el conveniente empleo y disposición de títulos y subtítulos…
Del mismo modo que no es lo mismo recorrer una distancia dada según el pavimento esté asfaltado o no, señalizado o no, y según estemos provistos de un equipo más o menos adecuado, así tampoco es lo mismo “recorrer” un texto según esté mejor o peor editado y compuesto. Se suele obviar que, antes de un ejercicio intelectual, la lectura es un ejercicio muscular, sometido a la fatiga de toda actividad física, susceptible de ser atenuada si se realiza en las condiciones adecuadas.
En la actualidad, en el procesador de textos de cualquier ordenador casero se dispone de una panoplia de herramientas que, hace sólo cincuenta años, hubiera constituido el sueño del más exigente tipógrafo o editor del que hayamos tenido noticia. Y, sin embargo, generalmente por ignorancia, solemos hacer un uso limitadísimo, cuando no defectuoso, de ellas.
Sería deseable que en los espacios donde se habla de libros –como esta misma revista, sin ir más lejos– se dispusiera de secciones que –como, a su manera, la mencionada de Diego Areso– valoraran la calidad, funcionalidad y belleza de los libros mismos en cuanto objetos materiales, ayudando a los lectores a justipreciar la inversión que hacen al comprarlos. Frente al acecho del libro digital, sería una forma de poner en valor el soporte convencional del libro y de la riquísima tradición que arrastra y que, pese a tantos agoreros que anuncian su declive, contribuye a su vigencia.