Ernesto Caballero
Director de escena y dramaturgo
La ciudad determinada
El expresident Maragall declaró en su día que la presencia del Estado en Cataluña debía ser residual. ¿Será esta propuesta de capitalidad un primer paso para revertir la desbocada deriva hacia la residualidad? ¡Espabila, Pangloss, espabila, que no hay gigantes donde se ha decidido ser molino de viento! Aunque, ya subidos a la ola del wishfull thinking ¿por qué no imaginar una capitalidad múltiple, fluida y no binaria con otras boyantes ciudades como Bilbao, Santiago, Valencia, Sevilla o Zaragoza…? La nación definitivamente descentrada en sus diversos multiniveles administrativos.
Dígase la verdad: es el inacabable peaje al nacionalismo. En esta etapa álgida de aletargamiento social ya no hay que disimular. Y si algún 'outsider' levanta la voz, se activan los sambenitos de rigor
Mas dejemos las ensoñaciones y vayamos a los hechos (sabedores, eso sí, de que hay hechos que por arte de birlibirloque judicial pueden transformarse en vanas ensoñaciones). Los hechos, en fin, nos informan de que la alcaldesa de Barcelona se reunió con el presidente del Gobierno central para solicitar la concesión directa de una partida millonaria para el fomento de determinadas entidades públicas y privadas de la ciudad. El presidente accedió e inmediatamente la medida fue aprobada en Consejo de Ministros. De resultas, 37 entidades determinadas barcelonesas han sido agraciadas con una conspicua asignación. El Gordo de Navidad, como quien dice, cayendo íntegramente en la Ciudad Condal.
La discrecionalidad de la decisión ha venido servida con una burda e indigesta justificación: el relato, tal como gusta decir a los asesores áulicos. Dígase la verdad: el inacabable peaje al nacionalismo. En esta etapa álgida de aletargamiento social ya no hay por qué disimular. Y si algún outsider levanta la voz, de inmediato se activan los sambenitos de rigor (centralismo, caspa castiza renuente a la modernización, facherío…) y se acaba la broma, que con las cosas de comer no se juega.
Y es que no hay más relato que el menosprecio al tejido cultural del resto de ciudades españolas, igualmente merecedoras y necesitadas de este tipo de inversiones. Un agravio derivado de la deshonrosa e inveterada política de contentar a los partidos nacionalistas para los que la cultura es ante todo un valioso instrumento para la promoción del fet diferencial, un exaltado generador de fervorina tribal.
Pero no sólo los políticos han sido los responsables de estas recurrentes arbitrariedades, también los llamados “agentes culturales del resto del Estado” (¡puf!) hemos contribuido a apuntalar este supremacismo cultural-identitario, alentados por una izquierda incomprensiblemente abducida por los decimonónicos particularismos del terruño. Una izquierda carlista, por así decir, la del mundo de la Cultura. En fin, un zarpazo más en la malherida piel de una comunidad –la española– donde algunos irreductibles siguen reclamando una igualdad ciudadana que no será posible mientras persista la anomalía del segregacionismo institucional, esa hidra sentimental y altiva de múltiples y muy voraces estómagos clientelares. Porque no hay que olvidar que el procés ha fracasado como proyecto político, pero no como medio para ganarse la vida.
Pepe Ribas
Periodista y narrador. Fundador de la revista Ajoblanco
Más trabajo, menos bulla y más colaboración
Desde hace un tiempo las dos grandes ciudades del Estado transitan por caminos divergentes. Madrid, en enero de 1976, era una ciudad dura, poblada por cantidad de funcionarios, con una izquierda clandestina republicana, un franquismo desarrollista protegido por los militares y unas bandas de Guerrilleros de Cristo Rey que saboteaban todo intento de cultura civil independiente. Barcelona fue, en aquellos tiempos, la capital cultural de España. Tenía un importante tejido industrial, pocos funcionarios y una sociedad civil independiente que amparaba novedosas manifestaciones culturales conectadas con Europa. La experimentación produjo todo tipo de movimientos antes de la democracia. Y esas grietas atrajeron a los creadores madrileños y de otros territorios que cultivaron con los barceloneses la renovación de la cultura y de las formas de vida.
Ya es hora de rebajar la tensión, multiplicar los intercambios y afrontar los nuevos retos de una sociedad que ha de recuperar la productividad científica y cultural tanto en Madrid como en Barcelona
Tras la victoria socialista en las primeras elecciones municipales de 1979, Madrid sintió la ilusión de la libertad y articuló, con ayuda de las arcas públicas y de los medios de comunicación, una movida cultural trasgresora que consolidó el cambio de mentalidades que Barcelona había impulsado. En aquellos años, Barcelona estaba perdiendo buena parte del tejido industrial y artesanal que había articulado la sociedad civil independiente. Tras la restauración de la democracia apareció una nueva clase social, los funcionarios, dependiente de las renovadas administraciones públicas, dominadas por unos políticos que se habían educado en el marxismo y en el nacionalismo. A partir de 1980, los barceloneses empezaron a viajar a Madrid en busca de la medicina con la que curar el desencanto. Años después llegó el diseny català, la rehabilitación de la ciudad gracias a las Olimpiadas. La especulación inmobiliaria, la marca Barcelona y el turismo representaron el nuevo negocio de aquella sociedad civil malherida. No es lo mismo promover tejido productivo que especular con lo inmobiliario y la construcción de hoteles.
Durante años Barcelona y Madrid fueron complementarias hasta que los nacionalismos de una y de otra transformaron la competitividad en odio o negación de la una frente a la otra. A Barcelona le faltan infraestructuras por maltrato presupuestario. Falta red de metros, infraestructuras ferroviarias, falta el eje Mediterráneo por el que corre más del 40 % del PIB nacional. Y ese maltrato alimentó el independentismo que aún no es mayoritario en la sociedad catalana y menos aún en la barcelonesa. Mientras, Rajoy suprimió las subvenciones a instituciones culturales barcelonesas de ámbito estatal, sin que el alcalde nacionalista Xavier Trias protestara, puesto que tal política alimentaba la deserción.
Veinte millones de euros para fomentar la cocapitalidad de Barcelona es poca cosa para despertar polémicas. El nuevo centralismo madrileño es un nuevo tipo de nacionalismo centrípeto que alimenta el independentismo catalán. Ya es hora de rebajarla tensión, multiplicar los intercambios y afrontar los retos de una sociedad que ha de recuperar la productividad industrial, científica y cultural tanto en Madrid como en Barcelona si quiere evitar la desintegración.