Emilio La Parra
Historiador. Catedrático de la Universidad de Alicante. Autor de Fernando VII (Tusquets)
El cambio radical, en 1812
Las Juntas que declararon la guerra a Napoleón a partir del 23 de mayo de 1808 instaron a luchar por “la religión, la patria y el rey”. El lema se ajustaba a los parámetros mentales del Antiguo Régimen. Como en otras ocasiones críticas del pasado, se movilizaba a la población en nombre del rey, para mantener la religión (monarquía y catolicismo constituían la identidad de España) y defender la patria, concebida por la mayoría en sentido territorial (lugar de su nacimiento, de su familia, de sus costumbres), aunque también se aludió a la patria en un sentido amplio, es decir, el ámbito jurídico colectivo que amparaba el bien común. En escritos destinados a movilizar a la población se emplearon los vocablos “patria” y “nación”, este en menos medida, como sinónimos de “España” y “monarquía católica”.
En 1812, y no antes, nació la nación española, la cual mantenía, según la Constitución, su histórica identidad católica (art. 12) y monárquica (art. 14), pero era el único sujeto soberano
Las Cortes produjeron un cambio radical. El 24 de septiembre de 1810, al iniciar sus sesiones, publicaron su primer decreto. Comenzaba así: “Las Cortes Generales y Extraordinarias de la nación española…”, y a continuación declaraba la soberanía de esa nación y la división de poderes. Desde este momento, la voz “nación” ocupó el centro de la vida política, y las Cortes, como representación de la nación, asumieron la primacía política. En su título 1º, significativamente rotulado: “De la Nación española y de los españoles”, la Constitución promulgada en 1812 definió la nación como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, libre e independiente, recalcando “que no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”, única fuente de soberanía y, por tanto, dotada “originariamente” y “exclusivamente” de la facultad “de establecer sus leyes fundamentales” y garantizar “los derechos legítimos” de los españoles. Ahora, y no antes, nació la nación española. Mantenía, según la Constitución, su histórica identidad católica (art. 12) y monárquica (art. 14), pero era el único sujeto soberano, y a partir de este principio revolucionario se estableció una nueva política.
Los españoles pasaron de súbditos a ciudadanos. La monarquía dejó de ser absoluta, pues el rey quedaba sometido a la Constitución y perdía su condición de sujeto originario de la soberanía. La religión sería regulada por “leyes justas y sabias” emanadas de las Cortes, organismo que podía determinar la religión de la nación, así como la tolerancia o intolerancia de otros cultos. Frente a los diputados “serviles”, que proclamaron la primacía de la religión –Simón López dijo: “Antes es la religión que la patria, y sin religión la patria no vale nada”–, el liberal Argüelles replicó que era prioritario dar un nuevo orden político a la patria, pues “sin orden, ni religión habría, ni nunca la habrá no habiendo Patria”.
La nación soberana, cuerpo moral definido ahora por primera vez por los liberales como asociación de ciudadanos libres, cuyo objetivo era lograr el bienestar general, acabó con la antigua convención del rey absoluto, nexo de unión de sus súbditos. La mitificación de la nación y de ciertos acontecimientos (el Dos de Mayo, los sitios de Zaragoza y Gerona) y sus héroes, actuó de factor movilizador en la lucha contra Napoleón y de catalizador de las aspiraciones colectivas.
Luis Ribot
Historiador. Catedrático de la UNED. Autor de La Edad Moderna, siglos XV-XVIII (Marcial Pons)
Quinientos años de historia
Nuestro más antiguo diccionario, el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, define nación: “Del nombre latino natio, (nation)is, vale Reyno, o Provincia estendida, como la nación Española”. El DRAE actual, más amplio y detallado, se fija sobre todo en el conjunto de habitantes de un país, como resultado de una evolución que ha desplazado el protagonismo desde el territorio a los sujetos de la soberanía. Los conceptos, como los seres humanos y las sociedades, tienen historia, por lo que sus significados se alteran y cambian.
Desde hace quinientos años existe en Europa una estructura política que responde al nombre de España y española es la identidad política de mayor éxito de las surgidas en la Península
Las ideas de España y de nación española no eran nuevas en 1812, aunque experimenten transformaciones a partir de entonces, y más aún durante el auge del nacionalismo. Los espacios políticos a los que las gentes se sentían vinculadas habían ido constituyéndose desde la Edad Media y afectaban a diferentes circunscripciones. Servían para identificar a los individuos por su origen y, en consecuencia, se utilizaban preferentemente desde fuera del territorio en cuestión. En Cataluña, alguien podía ser identificado como gallego, castellano, o andaluz, pero en Francia, Inglaterra o Italia, a todos ellos –y también a los catalanes– se les consideraba españoles. Pese a la división política, el concepto de España, procedente de la Hispania romana y visigoda, se mantiene durante la Edad Media como una referencia geográfica y cultural, al igual que ocurre con Italia o Alemania, si bien la gran diferencia entre España y ellas consiste en que, desde comienzos de la Edad Moderna y aunque no hubo una fusión de los distintos reinos y territorios, todos los de España tuvieron el mismo soberano, lo que contribuyó poderosamente a formar una identidad española.
Tanto a los Reyes Católicos como a sus sucesores se les identificó en el exterior como reyes de España. Fernando el Católico, al final de su vida y orgulloso de su obra, afirmaría: “ha mas de setecientos años que nunca la corona de España estuvo tan acrecentada”. La corona de España no existía como tal, pero todo el mundo lo entendía. España era una realidad más allá de la estructura compleja y multiterritorial de su monarquía. Los reyes y embajadores extranjeros se referían habitualmente al rey de España y a la Monarquía de España –la expresión Monarquía Hispánica, de uso habitual, no es sino un invento de los historiadores basado en el latín–, y la tratadística política hispana, el teatro, la poesía o la prosa del siglo de Oro invocan constantemente el nombre de España.
El ataque a la dilatada existencia histórica de la idea de España y la nación española responde esencialmente a una toma de postura política, frecuente entre sectores de la izquierda y en nacionalistas e independentistas, que acusan despectivamente de derechistas a quienes piensan lo contrario. Como afirma José Álvarez Junco, poco sospechoso de tal inclinación, desde hace quinientos años existe en Europa una estructura política que responde al nombre de España y, por muchos que hayan podido ser sus problemas, la española es la identidad política de mayor éxito de las surgidas en la península Ibérica durante el último milenio.