Soledad Puértolas
Académica y escritora. Su último libro es 'Alma, nostalgia, armonía' (Anagrama), coescrito con Elena Cianca
Baroja y yo
Confío en que Joaquín Ciáurriz, director de la colección “Baroja y yo”, que incluye 26 libros dedicados a la obra del autor, me disculpará si utilizo este título como encabezamiento de estas líneas que, con motivo de los 150 años del nacimiento de Pío Baroja, me han solicitado, pero Baroja, para mí –y creo que para todo lector suyo– significa, siempre, estar junto a él, acceder a su conversación, a su mundo, a su compañía.
¿Qué tiene Baroja que lo hace tan cercano, tan asequible, incluso tan amigable, a pesar de ese malhumor de fondo que impregna su mirada, de ese pesimismo congénito que caracteriza a buena parte de sus protagonistas, de esos juicios tan tajantes sobre las personas y las cosas que le irritan?, ¿por qué, cuando volvemos a sus libros, sentimos, como dijo Azorín, un gran descanso, un alivio, como si eso que que leemos fuera exactamente el remedio que necesitamos para nuestro cansancio, nuestro tedio, nuestro desengaño? Baroja siempre está ahí, acompañándonos en el desaliento, proporcionándonos esa íntima complicidad que la vida, en muchos momentos, parece escatimar para nosotros.
Cuando, en mi adolescencia, empecé a leer a Baroja, me sentí reconfortada. Su enfado encajaba en el mío. Me identifiqué con muchos de sus personajes. Se sentían solos e incomprendidos, y, a la vez, aspiraban a entender algo del mundo indescifrable y absurdo que los rodeaba. Admiraba su orgullo, esa extraña fe en sí mismos que los sostenía, su radicalidad. ¡Cómo me hubiera gustado ser tan radical como ellos! ¡Cómo envidiaba la seguridad con que manifestaban sus opiniones, la libertad esencial con que pensaban y se expresaban, completamente despreocupados de lo que los demás podían pensar y decir de ellos!
Cuando, en mi adolescencia, empecé a leer a Baroja, me sentí reconfortada. Su enfado encajaba en el mío. Me identifiqué con muchos de sus personajes. Se sentían solos e incomprendidos
La sociedad de la que yo formaba parte estaba marcada por el represor lema del “qué dirán”. ¿Quién podía evadirse de ese yugo?, ¿cómo se podía alcanzar la felicidad de ese modo? Eso me causaba una gran inquietud. Ni siquiera sería fácil averiguar quién querría ser yo. Los demás –la gran losa del “qué dirán”– estaban siempre ahí, condicionándolo todo.
Pero ellos, ese puñado de personajes que recorrían las novelas de Baroja, dejando caer a diestro y siniestro, con enorme despreocupación, sus juicios y opiniones, me proporcionaron una alegría inmensa. Se concedían una total independencia de criterio, eran, en lo esencial, seres libres. ¿Qué les importaba a ellos ser rechazados? Contaban con eso. Lo que de ningún modo querían era claudicar. ¿De qué?, ¡Dios sabe de qué!, de lo que eran, de decidir si querían ser como los demás, de dar su parecer sobre todo lo que veían.
Subjetividad, individualismo. Son palabras que suelen pronunciarse en tono de reproche. ¿Es eso tan malo?, ¿no se puede llegar desde lo más íntimo y subjetivo al humanismo? ¿Acaso el conocimiento de uno mismo impide la solidaridad? A veces creo que su desprestigio es algo intencionado, que un hado malévolo, carente de toda profundidad, ha propagado, con gran pericia y efectividad –para beneficio, finalmente, de los de su especie, y no los de la humanidad–, ese descrédito del individuo, de la subjetividad.
Luis Mateo Díez
Académico y escritor. Su último libro es 'Mis delitos como animal de compañía' (Galaxia Gutenberg)
Compañía literaria
Tiene uno ya la edad en que las buenas compañías literarias no suelen derivar de la curiosidad y el descubrimiento de lo que va llegando, sino de la persistencia de lo que subsiste, de una suerte de renovado enriquecimiento que fortalece un patrimonio personal inquebrantable. Releer se hace más imprescindible que nunca y es una forma de buscar el amparo de un gusto de probada ejemplaridad y, en tal sentido, de admiración y agradecimiento. También de herencia, de sentir que ese amparo es un aval de lo que uno escribe y desea seguir escribiendo.
Confesar que la compañía de Baroja es una de las más persistentes con las que cuento no es nada raro, si del conocimiento de Baroja tengo una referencia adolescente y una impresión indeleble, la marca de unas huellas primerizas que iban a formar parte de mi aprendizaje de escritor, cuando no tenía claridad suficiente de lo que significa esa idea de que escribir es descubrir. Del descubrimiento de un escritor empecinado en contar la vida se trataba y, a la vez, de alguien que entendía la novela como un género multiforme, proteico, en formación y en fermentación y que todo lo abarca: el libro filosófico, psicológico, la aventura, la utopía, lo épico, todo absolutamente.
Con lo que el cuento de la vida, en la caracterización barojiana de la novela, admite las variantes de un precipitado expansivo en el que el azar de la existencia se conjuga con el pensamiento y las reflexiones a que pueden dar lugar los avatares sociales, políticos o ideológicos. De todas esas opciones y posibilidades se llena, con una extrema variedad la obra de Baroja, tan teñida en ocasiones de una apariencia anárquica y nihilista, y con frecuencia de una ironía inteligente y de la conciencia desabrida de lo que en nuestra condición humana avala tantas contradicciones y contrariedades.
Confesar que la compañía de Baroja es una de las más persistentes con las que cuento no es nada raro, si del conocimiento de Baroja tengo una referencia adolescente y una impresión indeleble
Ajeno siempre a la retórica y encaminado a conquistar una expresión de sutileza y veracidad verbal, lejos de moldes y modelos casticistas y poco dado a proporcionar recetas, consecuente con su extremo individulismo creador y su independencia de criterio. Peculiaridades de un narrador que en su inventiva completa un mundo imaginario al que es posible acceder desde muy distintas estancias y que, sin perder nunca un tono de vitalidad y amenidad, mantiene la liberalidad de un compromiso también extremo que le permite cualquier opción compositiva.
Una libertad formal que Baroja ejercita, siempre a su gusto y con la modernidad de una aportación renovadora, que para él no proviene de otro conducto que el de su necesidad, las experimentaciones que le comporta contar la vida en tantas y tan variadas y contradictorias vicisitudes.
La ironía de Baroja le lleva a una caprichosa previsión de lo que de sus novelas podrá pensar un lector dentro de treinta años, sabiendo que él a los cuarenta ya se consideraba un viejo. Dice que tiene la esperanza, entre cómica y quimérica, de que ese lector español, que tenga una sensibilidad menos amanerada que el de hoy y que lea sus libros le apreciará más y le desdeñará más. Baroja no era menos atrabiliario que pagado de sí mismo y, en cualquier caso, ciento cincuenta años después, su compañía literaria es la menos desdeñable que pueda imaginarse.