Eduardo Chillida en el Stedelijk Museum de Ámsterdam.

Eduardo Chillida en el Stedelijk Museum de Ámsterdam.

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Chillida: un acercamiento desde la filosofía y la historia del arte

Es uno los escultores contemporáneos más reconocibles y populares. Víctor Gómez Pin y María Bolaños describen las claves de su obra y su contexto.

María Bolaños Víctor Gómez Pin
10 enero, 2024 02:15

El escultor y su tiempo

María Bolaños. Profesora de Historia del Arte en la Universidad de Valladolid y exdirectora del Museo Nacional de Escultura

No es raro que el artista que se resiste a ser actual, al éxito fácil, sea precisamente quien mejor encarne el espíritu de su tiempo. Así sucede con Eduardo Chillida, quien, en 1948, se instaló en el bullente París postbélico, donde se empapó de galerías, conversaciones y museos para, tres años después, abandonar esa vida cosmopolita, darse de baja en todas las revistas y recluirse en una fragua de Hernani intentando alumbrar un arte inmune a todo parentesco, ingenuo, nuevo y meditado, del que él mismo lo ignoraba todo.

De este gesto de independencia y aislamiento vino a nacer la idea, casi la leyenda, de un Chillida incontaminado, sordo al mundo, atemporal, sin contexto. Pero es esta una verdad relativa. Como decía Michel Seuphor, no hay taller, por muy amurallado que esté, donde no se infiltre lo que se está haciendo y diciendo en otros lugares. Y Chillida, que supo dotar a su escultura de un acento innegablemente personal, demostró un genio propio y vibrante a pesar de las influencias, gracias a las influencias, atravesado por las influencias.

Que sus ambiciones se cruzan con las de tantos otros contemporáneos, lo prueba el hecho mismo de su vocación, que despierta al tiempo que la escultura renace con gran ambición en Europa y América, convertida en un arte nuevo y radical, en el medio expresivo más necesario, el que mejor sintonizaba con una sociedad que, fragilizada aún por la devastación de la guerra, pedía un arte al que aferrarse, más tangible y firme.

Resistirse a las incitaciones de afuera es imposible. Y Chillida demostró un genio propio y vibrante atravesado por las influencias

La escultura se impone entonces haciendo valer su rotundidad física, su inteligencia para lo constructivo, su pobreza desnuda, su gravedad, su capacidad para humanizar el campo estético. En ese ambiente, las voces de Alberto Giacometti, Barbara Hepworth, David Smith, Germaine Richier o el joven Chillida, con sus personales acentos, resonarán poderosamente con una obra que, cargada de introspección y existencialismo, encarnaba el ansia por regresar a un tiempo mítico, ahistórico, por recuperar lo primordial de lo humano.

El escultor comparte ese campo magnético de artistas que, sin inspirarse unos en otros, delinean lo que “está en el aire” de la época, en toda su variedad. Así, por ejemplo, una de las claves de esas décadas será la voluntad de exaltar la materia bruta, que él indaga en el hierro y el fuego –como tantos escultores-herreros–, mientras, por su parte, Dubuffet se entrega a la rehabilitación del barro o Beuys sondea la energía de las sustancias naturales. O, en un plano formal, la exploración del espacio, el gran desafío que afrontarán los artistas de los años cincuenta y sesenta, es una idea fija de Chillida, pero también de Lucio Fontana, de Buckminster Fuller o de Lygia Clark.

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No está solo tampoco en su admiración por los místicos o por el budismo zen, que habían calado en una comunidad artística –de Tàpies o Yves Klein a John Cage–, modelada por el espiritualismo oriental y ansiosa de silencio, vacío y no-saber.

O, finalmente, al hacer valer la belleza de las luces negras, Chillida se hermana con esa estela de cultivadores del negro, que talentos tan dispares como Soulages, Reinhardt o los expresionistas neoyorquinos defenderán como la forma más urgente de encarnar lo esencial. 

La forja del espacio

Víctor Gómez Pin. Filósofo y Catedrático emérito de la UAB. Último libro: La España que tanto quisimos (Arpa, 2022)

La vertiente artesano del technítes de Aristóteles designa un ser que conoce las causas, conoce, por ejemplo, la estructura topológica de los materiales que trabaja, así como su densidad, su resistencia, el espectro de sus posibles formas, empezando por su potencialidad metamórfica.... todo aquello a lo que Eduardo Chilida estaba muy atento.

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Este conocimiento conduce potencialmente a interrogantes mayores del espíritu, concretamente relativos al espacio: Como etapa final, El arte y el espacio (libro común de Chillida y Heidegger), pero de entrada... la ciencia y el espacio.

Parte Chillida de la observación de la materia y, fiel a la naturaleza de cada material, explora lo que esta posibilita sin perturbarla (pues la naturaleza se deja desvelar, pero nunca violentar), para llegar a extraordinarias conclusiones en relación al lazo mismo entre la materia y el espacio, conclusiones que le convierten en una suerte de intuitivo geómetra no euclidiano. Daré dos ejemplos.

Parte Chillida de la observación de la materia y explora lo que
esta posibilita sin perturbarla para llegar a extraordinarias conclusiones

Postulado de Euclides: todos los ángulos rectos son iguales. Desacuerdo de Chillida: “nunca caigo en el ángulo recto porque la respuesta concreta a un ángulo recto es un ángulo recto diferente”. Este no caer en el ángulo recto, es casi corolario de otra máxima del escultor, “todo plano es revirado”.

Con ella expresaba su profunda intuición de que, por mucho que pueda parecer lo contrario, no hay plano alguno que no tenga curvatura, lo cual supone que todo espacio tridimensional está curvado, asuntos que ponen en la pista de la geometría no intuitiva que sustenta la física relativista, geometría, que tendría ilustración en su propia obra: “¡vas a verlo!”, decía.

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Que Eduardo Chillida pidiera que viéramos lo que no cabe ver, sino en todo caso conceptualizar mediante fórmulas, es para mí uno de los misterios de este admirable technítes. Hasta ahí el Chillida forgeron, al que su exploración de la materia pone en la vía de los interrogantes del espíritu científico.

Pero el estupor mayor reside en esa singular e irreductible capacidad suya por la cual la forja de una forma en conformidad a la exploración de las potencialidades de la naturaleza (en el caso de Chillida las virtualidades de la piedra y el hierro), da como resultado eso que llamamos escultura.

Pues –al igual que en el virtuosismo del pianista, su dominio del instrumento no basta a provocar ese alzamiento del público de sus asientos, y la enhorabuena mutua por la emoción compartida– no es exactamente la forja del hierro, lo que hace que los donostiarras se acerquen al Peine del viento con el sentimiento común de atracción imantada con el que los seres humanos se acercan al mar. “El arte, lo auténticamente real, sobria escuela de vida y verdadero juicio final”, escribió Marcel Proust. 

Eduardo Chillida y Pilar Belzunce en Grasse, en 1988. Foto: Hans Spinner. Cortesía de la Sucesión Eduardo Chillida y Hauser & Wirth

Eduardo Chillida, mirar con el ojo lleno de lo que se mira

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Eduardo Chillida con 'Topos V' en Zabalaga. Foto: Archivo Eduardo Chillida. Cortesía de la Sucesión Eduardo Chillida y Hauser & Wirth

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