Hubo un tiempo en el que Europa fue el silencio de los escritorios y el lamento de los pedigüeños, poco más. En el interior de las bibliotecas, esas que están veteadas de estantes protegidos con una rejilla, al uso de una antigua cancela, se conservan libros que vienen de unos siglos en los que la espera se concebía de otro modo. El saber se fraguaba lento, porque el acceso al conocimiento es siempre fruto de una lectura paciente, minuciosa. Quien conoce el campo sabe que esos volúmenes, con la etiqueta de registro en el lomo, huelen a cereal seco, a dependencia impregnada de castaño.
En esos espacios convenidos para el estudio, el tiempo discurre de otro modo; la vida es distinta en las regiones de pliegos y tomos que reposan en sus baldas. En los sótanos se custodian los manuscritos y las ediciones que un día interesaron a algún solitario. Vigilada, la bajada a esos corredores de archivos ignífugos y herméticos como una caja fuerte con cierre de volante, requiere de la solemnidad de un secreto.
Desde muy joven sentí que deseaba envejecer en esa quietud, y que las bibliotecarias y los bedeles, que veía a diario en la entonces llamada Biblioteca de Cataluña, en Barcelona, y eso durante muchos años, estaban resguardados de las razones del afuera, y que la calma les daba un raro prestigio, ese realce que posee lo inalterable.
Acercarse a la sabiduría, a ese aprender que necesita de sosiego, que exige modestia, significa tratar con el que ya se considera un material de desguace
Este universo, en el que cada uno de los títulos cuenta con su discreto infinito, implica el encuentro con lo que ya fue, tiene algo de descenso órfico, de serenidad que cuaja en medio de la agitación de los días, que escapan retorciéndose a causa de un dolor que no sabemos explicar. Acercarse a la sabiduría, a ese aprender que necesita de sosiego, que exige modestia, significa, a vista de muchos, tratar con el que ya se considera un material de desguace.
Se paga muy poco. Pero hay gente que todavía vivimos de las piezas en desuso, en las que no vemos la herrumbre. Traperos errantes. Yo lo soy. Aceptarlo, forma parte de la escritura que busca un vestigio de lo anterior, de lo originado hace mucho, esa que está inscrita en la necesidad de aproximarse a quien vivió siglos atrás, de llamarlo, porque todavía, al oírnos, vuelve el rostro y nos mira. Asimilar el pasado te hace diestro para entender el ahora.
Este existir subterráneo es una parte de la tarea, la más clandestina, pero quizá la mejor. La otra, lo mismo que los cineastas que van al encuentro de localizaciones exteriores, consiste en viajar por las tierras que acogieron a los hombres y las mujeres que hoy ni siquiera perviven como sombras de la historia, pero que un día, ante el papel, pensaron en la eternidad repentina de un lector que, de pronto, los descubre. Somos su legado. En el caso de quienes escribimos, estos peregrinajes son inocentes, ilusorios, aunque establecen, si se puede expresar así, un modo sencillo, por supuesto primario, de rastrear un espíritu para el imaginario que cada uno de nosotros construye al paso de los años.
¿Cuántos, en su juventud, no han ido, al menos de pensamiento, a las escarpaduras de Duino? ¿Cuántos no han soñado con Vaucluse? ¿No les gustaría visitar Amherst, o la torre de aguja de Hölderlin a orillas del Neckar? ¿Y viajar a SilsMaria o a Burnt Norton?
Ya sé que se puede consultar cualquier biblioteca del mundo sin salir de casa, pero la vida práctica no siempre se resuelve al introducir una contraseña. A veces, oír los pasos del bedel que nos trae la obra que hemos pedido te hace sentir en ellos el cómplice de un hallazgo, y eso es lo eterno.