Nada más concluyente que mirar por la ventana cuando el tren arranca y sentir que se enciende en uno una irreprimible necesidad de soltar lastre, percibir que el paisaje que va quedando atrás no es siquiera propiedad del recuerdo de quien lo observa desde la fugacidad. Aprender que nada nos pertenece, asumir que nada es nuestro, es una escuela tan liberadora y sustancial que a partir de cierta edad deberíamos formar parte de su alumnado más aventajado.
El antiguo impulso de concebirnos como propietarios del suelo que pisamos y de cuanto nos rodea ha terminado por desvencijar el mundo, que se ha poblado de terratenientes y de gentes que no saben vivir sin adueñarse. La comprensible, por humana, exigencia de identificación con una idea, un dios, una patria o cualquier causa enarbolada para orientar a las masas, pero sobre todo para transmitir seguridad en el incierto paso de la existencia, es una estrategia, un recurso si se prefiere, de los que precisan acotar un espacio y hacer de él un asentamiento para sus convicciones.
La Historia es una oscura secuencia de grandes apropiaciones, de afirmaciones que unas veces afectan a la naturaleza, otras a los pueblos que son fruto de las invasiones y los expolios, otras a los taxativos robos de realidad. Me refiero a la manipulación política. Porque la realidad es el resultado de un vaivén de maniobras siniestras que buscan acumular ganancias para su causa. En cualquier caso se trata de acaparar, de apilar. Esta operación se ha filtrado en la mentalidad de las generaciones, seducidas por un imperioso deseo de posesión y dominio sobre su entorno y el prójimo. De ahí que se viva con avaricia y con esa avidez del que sueña un paraíso de pertenencias.
Si se está atento se descubre que, una vez alejada la juventud, la verdadera fuerza del ser humano está en su capacidad de despojamiento, en la no posesión
Si nos fijamos en los Proverbios flamencos de Brueghel el Viejo, se comprueba la propensión al descaro y el abuso. Las escenas son elocuentes: uno tiende la capa según el viento que le conviene, otro pone una vela al diablo, el de más allá tiene el mundo girando sobre su pulgar, este quiere matar dos moscas de un golpe, aquel defeca sobre la esfera terrestre. Y así seguimos.
Vivir para ofrecer, existir para dar es una de las formas más nobles de estar aquí. No me refiero a la caridad cristiana, sino al hecho de asumir un acto de justicia y de ejercitar el sentido común. Porque no se trata tanto de un afloramiento de la piedad y la generosidad como de restituir lo que hemos recibido de la mano ajena. “¿Puedes decir que posees algo que no te haya sido dado?”, escribía el filósofo Plotino en el siglo III. Dar sin aguardar ser compensado, sin esperar rédito, pule el maltrecho sentido del yo, aligera la identidad, que es un parapeto incómodo y tosco que tira de todas partes, talla pequeña, precio moral de saldo.
Si se está atento se descubre que, una vez alejados los años de la juventud, la verdadera fuerza del ser humano está en su capacidad de despojamiento, en la no posesión, en no tener la mirada del que calcula, en no avergonzarse si se llevan unos zapatos demasiado usados. No apelo al pensamiento de los estoicos ni al de los neoplatónicos, no, no es nada filosófico, es algo mucho menos elaborado y sustancial, más primario.
Me refiero a dar la espalda a la exigencia de consumo que se nos impone, a dar la espalda a la aceleración que nos narcotiza y lleva a una vida peligrosamente involuntaria, de perversa mecánica que nos automatiza a la hora de hacernos con lo innecesario. Porque es la adquisición de lo innecesario la gran y floreciente industria de la vacuidad, nihilismo más o menos encubierto, engaño.