Cuando una cultura habla de deconstrucción, cuando reconoce la urgencia de un nuevo comienzo, está expresando la necesidad de retorno a un origen, de regreso a un tiempo desvinculado de su historia, de su manera de hacer. Aquella “muerte de Dios” anunciada por Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia ya no es interpretable como grito de angustia ante un camino sin salida, o como simple proclama atea, sino como llamada al silencio después del estallido. Debe entenderse hoy como una voluntad de comienzo en la construcción de una realidad que en nada se asemeje a la Babel de nuestros días. Su discordia ha enloquecido a quienes la pueblan.
Los caminos espirituales que hoy se abren paso, al menos los esenciales, son refractarios a las jerarquías y a las verdades instituidas; han dejado de ampararse en la guía de un ser supremo. El padre ya no es el padre. Regresar a la idea de pequeña comunidad, despojarse del yugo de una identidad opresora tejida por el radical capitalismo; abolir la continua y desasosegante proyección de futuro; recobrar el sentido de la equidad; y acercarse a la naturaleza, saberse parte de ella, son las nuevas maneras de entender el espíritu.
Tampoco la filosofía desea volver a sus andadas antropocéntricas, en un Occidente que solo ha sabido debatirse entre el ser y la nada, una filosofía generadora de destino personal –o sea, de muerte–, impulsora de un ideario de metas a conseguir a toda costa, so pena de caer en el anonimato, en el fracaso.
El cultivo de un desaforado individualismo, una de las marcas de la Modernidad, ha demostrado que produce un severo debilitamiento de la cohesión social: se es individualmente más fuerte (en apariencia), pero socialmente más débil. El resultado es muy pobre.
De ahí que los pueblos no den respuesta ni contesten los atropellos del poder, unas veces grotesco, expresado en los populismos cada vez más coloristas y descabellados; otras hierático, gélido, intransigente en lo administrativo, arbitrario, fácil para la doble moral, como lo son estas democracias inventadas por el mercado, no por la política, cuya ciencia se ha perdido.
En una sociedad que expulsa, día a día son más los que se sienten excluidos, como Dostoievski en el campo de trabajo de Siberia
De ahí que ahora se hable de la no-filosofía, consecuencia, en parte, de un heroico trabajo de saneamiento, por así decir, llevado a cabo por el pensador François Laruelle –autor del fundamental Principios de no-filosofía, publicado en España en 2020–, que promulga un uso no filosófico de la filosofía y, de este modo, partir desde otra perspectiva, sin cargas históricas ni ideas recurrentes, convertidas en dogmas y, por lo tanto, reduccionistas. Es como si, al hablar de espiritualidad, Laruelle dejase atrás la religión; dar un portazo a Hegel es como darlo a unas creencias anquilosadas y alejadas del verdadero sentido espiritual.
En una sociedad que expulsa, día a día son más los que se sienten excluidos, como Dostoievski en el campo de trabajo, en aquella kartoga perdida en Siberia donde se hacinaban los disidentes de un sistema totalitario, como continuó siéndolo en el siglo XX. Si el final de un tiempo puede servir para abandonar la historia, para salir de ella lo menos damnificado posible, cabe aceptarlo.
No hay que temer la época venidera si se está dispuesto a asumir la responsabilidad de una nueva savia. Continuar así, en medio de esta desconsoladora barbarie, es una estrategia fatal. Cabe ampararse en nuevos planteamientos filosóficos, o en renovados estados de conciencia para quienes confíen en el camino del espíritu.
Se trata de no repetir los errores, de no levantar un piso más de la Torre de Babel, de descubrir que entre el ser y la nada está el fiel de la balanza de la vida honesta y prudente, que no debe venderse al mejor postor, esa cuya fuerza debe conjurar el miedo.