MEJORES. No es difícil encontrar con cierta frecuencia en los suplementos culturales de los periódicos y, no digamos, en las correspondientes revistas especializadas listados de las cien mejores novelas o de las cien mejores películas españolas de todos los tiempos o del siglo XX, realizados mediante votación de sus lectores o, con mayor frecuencia, de expertos y creadores.
Existe una gran afición a estos listados, con los que el personal gusta de polemizar, señalando con indignación la presencia de determinados títulos en los puestos más altos y la relegación en el ranking o el escandaloso olvido de otros. Existen también libros, de un solo autor o de varios, que realizan idénticos compendios cualitativos en los que se documentan y se comentan ampliamente las novelas y las películas elegidas.
¿Qué pasa con el teatro? Igual peco de desmemoriado, pero no me vienen a la cabeza idénticas iniciativas con obras teatrales, y si nos ceñimos a las listas, no parecen alcanzar la misma repercusión que sus gemelas de novelas y películas. ¿Por qué?
PREGUNTA. No es cosa de repasar, pero digamos que desde el Siglo Oro es patente tanto la acogida popular de las obras de nuestros dramaturgos como la perdurable costumbre de la burguesía y las clases medias de “ir al teatro”, por no hablar de la proliferación por doquier de festivales y muestras teatrales.
¿Por qué, pues, son tan infrecuentes o casi inexistentes los listados de, pongamos, Las 100 mejores obras del teatro español del siglo XX? ¿Acaso el teatro no forma parte destacada del bagaje y de la experiencia cultural común? La respuesta a esta última pregunta no puede ser negativa. ¿Entonces, qué ocurre, no tiene el teatro hoy el mismo tirón, el de las novelas y las películas, para excitar y soliviantar los criterios y gustos de quienes curiosean o devoran esas listas? Es raro.
El público, antes de aplaudir largamente al término de la función, respiraba en estrecha comunión con lo que sucedía en el escenario
Esta cuestión –que tiene algún valor como síntoma– se me ocurrió viendo el otro día el excelente montaje de Luces de bohemia (1920/1924), de Ramón del Valle-Inclán, dirigido por Eduardo Vasco, en el Teatro Español. La sala estaba llena –y era jueves–, y el público, antes de aplaudir largamente al término de la función, respiraba en estrecha comunión con lo que sucedía en el escenario –una sensación que no siempre se percibe–, riendo o doliéndose cuando tocaba.
He visto diría que cinco montajes distintos de la obra y la he leído otras tantas veces –por las acotaciones, entre otras razones, leer el texto de Valle es un placer perfectamente autónomo– y, no tengo duda, Luces de bohemia sería mi favorita para encabezar esa lista de Las 100 mejores obras del teatro español del siglo XX.
MATIZ. Mi predilección –seguro que muy compartida– importa poco, pero puede que tenga algo más de interés si añado un matiz. Por ahí afuera –y sin tener nada que ver con el nacionalismo político– se suelen señalar sin problema novelas, películas y piezas teatrales a las que se considera “grandes obras nacionales”, esto es, creaciones que, además de su alta calidad, tienen la virtud de reflejar “el ser” de un país –lo que quiera que sea eso–, ese algo intangible –o no tanto– pero glosable y duradero, resistente al paso del tiempo.
Eso explica la intimidad y la identificación –como el otro día– que el público alcanza con la obra. El público siente que el estrafalario esperpento es lo nuestro. Y, de la tragicomedia libertaria a la negrura autoritaria, esa atmósfera, de simbiosis entre el escenario y la platea –que significa que el público se ve representado y explicado–, la he percibido también, y no es habitual, en los mejores montajes de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Nos quedan noventa y ocho títulos para completar la lista de cien. ¡Venga, bolígrafo y papel!