Image: Rostros sin espejo

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Mínima molestia

Rostros sin espejo

Por Ignacio EchevarríaVer todos los artículos de 'Mínima molestia'

2 julio, 2010 02:00

Ignacio Echevarría


La semana pasada se celebró en Casa América de Madrid el III Congreso de Nuevos Narradores Iberoamericanos. Más de una docena de escritores menores de treinta y cinco años viajaron desde diversos países para intercambiar ideas en torno a algunas cuestiones de interés: el papel de la política en la nueva literatura, los nuevos cauces de circulación y el impacto de la blogosfera, la condición transnacional o extraterritorial de muchos de estos escritores, la emergencia o no de géneros y de argumentos nuevos... Coordiné una mesa redonda y fui invitado a asistir a una de las sesiones a puerta cerrada en las que se conversaba libremente, sin guión previo. Aproveché la ocasión para preguntar a los nuevos narradores cómo orientaban sus propias lecturas, cómo construían su propio mapa de referencias acerca lo que se estaba haciendo en la actual literatura en lengua española y portuguesa. De qué modo atisbaban y encuadraban -más allá de las liquidaciones de venta- la recepción que sus propias obras obtenían en el sistema en el que intervenían.

Las respuestas que obtuve fueron en general vagas y evasivas. Ninguno de los concurrentes admitía contar con un órgano público -revista, diario, página virtual, blog- de referencia. Manifestaban un claro desinterés o indiferencia hacia los suplementos literarios, hegemónicos o no, y, más allá de las recomendaciones personales, confiaban en su propio instinto -en el azar, de hecho, cuando no en la tácitas prescripciones de las modas y de las tendencias imperantes- para abrirse paso. Alguno de ellos dijo que le bastaba con acudir a las librerías y hojear éste o aquél libro. En relación a ello, casi todos manifestaron su confianza en los pequeños sellos editoriales y en las connotaciones que éstos son capaces de incorporar a su propia oferta. Ninguno reclamó la necesidad de una crítica representativa, de la que servirse ya sea para orientarse, ya para confrontarse a ella. A casi todos parecía bastarles el ejercicio privado o pseudopúblico de la crítica entendida como simple reverso de la lectura, como prolongación de la misma inquietud creativa.

Entretanto, la nueva narrativa iberoamericana carece de perspectivas de conjunto mediante las cuales observarse y ser observada. Las pequeñas editoriales sólo alcanzan a ofrecer atisbos sesgados y muy parciales. Los grandes grupos editoriales, que debido a su implantación en diversos países podrían desarrollar propuestas más o menos integradoras, parece que se conforman con trabajar en forma estanca los mercados nacionales, y raras veces se atreven a realizar apuestas atrevidas, tantos menos con autores todavía emergentes. En cuanto a la crítica, no parece haber, en efecto, una sola tribuna -y hablo ahora tanto de medios públicos como de voces particulares- con arraigo, difusión, influencia o prestigio suficientes como para, saltándose fronteras, generar polémicas, inducir fenómenos, impulsar consignas en relación a las cuales no sólo los lectores, sino también los escritores mismos, y hasta los propio críticos, "posicionarse", como ahora se dice.

Recientemente, el escritor argentino Gonzalo Garcés, con frecuencia animado de un saludable espíritu polémico, ha publicado en el diario Clarín un incordiante artículo ("La parálisis de la crítica", 31 de mayo de 2010) en el que califica a la crítica que se hace en castellano -en España y en Argentina en particular- de "aburrida, complaciente, perezosa, acomodaticia", y ridiculiza, sin miedo de aportar nombres y ejemplos concretos, algunos de sus vicios y latiguillos.

Como no dejan de recordar algunos de sus comentaristas, Garcés engrosa una siempre rentable tradición de "collejas a la crítica" que suele lucirse con subrayados crueles, generalizaciones tendenciosas y agravios comparativos. A nada de eso escapa -ni tiene por qué- el artículo de Garcés, quien sin embargo sucumbe en parte al mismo mal que denuncia. Y es que el inventario de las lacras y limitaciones de la crítica es cosa tan patente y sabida, que sólo tiene sentido emprenderlo con intención de preguntarse -y tratar de responder- por qué es así. A menos que se acepte como única explicación la vigencia de obsoletos moldes retóricos y la existencia de lo que cabría entender por una idiosincrasia cultural.

Ahora bien, ¿no tendrá algo que ver la renuncia por parte de los escritores a intervenir en la construcción de la crítica y no sólo en su eventual descalificación? ¿No sería su propia exigencia y su propia reflexión una de las vías mediante las cuales corregir la situación creada, consecuencia, entre otras cosas, de la atrofia del órgano crítico en la mayoría de ellos?

Seguiremos preguntando.