Amor y sinceridad
Por Ignacio EchevarríaVer todos los artículos de 'Mínima molestia'
16 julio, 2010 02:00Ignacio Echevarría
Conviene recordar el episodio que, muy pronto, desató el infierno en que acabaría por convertirse el amor entre el conde Tolstoi y la jovencísima Sofía. Poco antes de su boda, movido por una voluptuosa exaltación de sinceridad, Tolstoi confió a su novia el diario que desde mucho atrás venía escribiendo, y en el que aparecían consignadas sus locas aspiraciones, sus absurdas reglas de vida, sus acrobacias intelectuales, sus contradicciones constantes, sus iras y sus mezquindades, sus dolores de muelas, sus diarreas, sus fantasías eróticas, sus frecuentes y culposas calenturas sexuales con zíngaras y campesinas. La pobre Sofía, de apenas dieciocho años de edad, pasó noches leyendo entre lágrimas aquellos cuadernos, que como es natural la llenaron de confusión, y trastornaron salvajemente la imagen que se había hecho del escritor al que adoraba.
Sofía no tardó en volcarse ella misma en la escritura de su propio diario, que a su vez, pronto consintió dejar leer a su marido. La relación entre los dos cónyuges, así, quedó enseguida distorsionada por los efectos que sobre la convivencia diaria producía la lectura de unas páginas en la que tanto el uno como el otro volcaban los reproches, las suspicacias, los resentimientos que no se atrevían a decirse a la cara.
En su estupenda biografía de Tolstoi, Henry Troyat explica muy bien cómo la vida doméstica de la joven pareja "se desarrollaba sobre un doble plano: el de la palabra dicha y el de la palabra escrita. Las batallas ganadas en el primer estadio quedaban postergadas en el segundo. Si hubiesen buscado desagradarse recíprocamente no se hubiesen encarnizado más en poner sus almas al desnudo. Lo milagroso es que su unión resistió a esta sobrecarga de sinceridad". O resistió al menos, no sin dramáticas zozobras, hasta esos últimos días que, en su película, Hoffman acierta a plasmar de una forma convencional y complaciente pero no exenta de delicadeza.
"Viví hasta los treinta años -escribió Malraux al comienzo de sus Antimemorias- entre hombres que padecían la obsesión de la sinceridad, porque pensaban que era lo contrario de la mentira." Durante mucho tiempo, quizás hasta nuestro días -continúa Malraux-, de lo que se trató no fue tanto de conocer en mayor o menor medida al hombre, sino "de revelar un secreto, de confesarse". Subrepticiamente, el secreto pasó a ocupar el lugar de la verdad; y la sinceridad, el del sentido. Está aún por hacer el balance de los efectos que, tanto en la literatura como en la vida privada, ha producido esta obsesión de la sinceridad. El caso de Tolstoi ilustra sus estragos. Si se acepta aquello que tan bien acertó a expresar Javier Marías cuando, en Corazón tan blanco, escribió que "el matrimonio es una institución narrativa", entonces hay que convenir que la relación de Tolstoi con Sofía quedó gravemente perjudicada a partir del momento en que, al irrumpir lo secreto, el relato que los dos estaban destinados a protagonizar fue sometido a una insoportable duplicidad.
Tanto como la infidelidad, la sinceridad también puede erosionar y fracturar el "pacto narrativo" que toda pareja establece cuando proyecta su continuidad en el tiempo. Pues todo relato se distingue y se caracteriza no sólo por lo que cuenta, sino por lo que no cuenta, por lo que deja a un lado para, precisamente, hacer que el relato mismo sea posible.
Los biógrafos de Tolstoi conocen la dicha y los tormentos que entraña el hecho de que -como muestra la novela de Parini- su vida esté documentada por los diarios paralelos que llevaban su mujer, su hija, su secretario, su médico, sus amigos... Tolstoi mismo llegó a llevar hasta tres diarios simultáneos, en grado distinto de secretismo. En este desatado caudal de escritura naufragó el amor de Sofía, que terminó su vida obsesionada por la búsqueda y el control de esos diarios cuyo conocimiento le impidió desde muy pronto enderezar su propia vida junto al autor de Ana Karenina en un relato plausible y tranquilizador.