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Mínima molestia

Dos premios menos

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

17 septiembre, 2010 02:00

Ignacio Echevarría


Me entero tarde y mal, como suele ocurrirme, que del abarrotadísimo arsenal de los premios literarios españoles han "caído" dos, ambos de creación reciente y muy caracterizados: el premio Fundación José Manuel de Lara, que concedía un jurado compuesto exclusivamente de editores, y el premio Salambó, que concedía un jurado compuesto exclusivamente de escritores. La cosa tiene su miga, y vale la pena arrancarle algunas reflexiones.

De entrada, hay que decir que estaba muy feo eso de que editores y escritores se instituyeran, cada cual por su cuenta, en juez y parte, a la vez, de aquello sobre lo que se dirimía: la mejor novela o el mejor libro de narrativa publicado en España durante el año en cuestión.

Aquello no podía dejar de oler a chamusquina, o a amable componenda, o -de no terminar a hostias- a chasco. No hace falta ser un gran conocedor del mundillo literario para sospechar que, ocupados en sus tareas, acaparados por sus propios intereses, los editores y los escritores son lectores muy eventuales y muy escorados de las novedades.

Es raro encontrar editores a los que, después de hacer seguimiento de sus autores; después de atender a recomendaciones, golpes de intuición y chivatazos; después de calibrar las propuestas que les llegan de editoriales extranjeras y de las agencias literarias; después de hurgar en los manuscritos que reciben y en los informes que encargan, les queden ganas de curiosear en el trabajo de sus colegas, leyendo los libros que han publicado. Como mucho, leen aquéllos que han vendido mucho o han dado mucho de qué hablar, para saber por dónde van los tiros. Y, tarde, por lo general, los que les encarecen los amigos de confianza. Todo sumado, apenas procura una perspectiva parcialísima, en absoluto panorámica, del conjunto de las novedades publicadas en un año dado.

Y otro tanto pasa con los escritores. Ocupados en su propio proyecto y las lecturas a que les conduce; cultivadores de su propio santoral de autores queridos, muchos de ellos extranjeros; apremiados por las obligaciones de la amistad o de la cortesía, que a tantas reciprocidades los conmina, tampoco a ellos les queda mucho margen para hacer prospecciones desinteresadas. Suelen leer, ellos también, y es lógico que así sea, los libros de los que se habla más, o los más jaleados, siempre con cierto espíritu de tasación y de bandería.

En un caso como en otro, no cabía pretender que, constituidos en jurados, sus deliberaciones fuesen particularmente alumbradoras. Los editores, sobre todo, parecían decirse unos a otros, al sentarse a la mesa: "Este año te toca a ti, vale, pero el que viene a mí, ojo, acuérdate". Y así ocurría lo que ocurría.

Si el premio Salambó se ha distinguido por una irreprochable pero bostezante previsibilidad, el premio Fundación José Manuel de Lara ha sido más proclive a extravagantes salidas de tono, lo cual daba más morbo y expectativa a sus decisiones: en 2003 premió El arpista ciego, de Terenci Moix, sobre Tu rostro mañana, de Javier Marías; en 2005 premió Al morir Don Quijote, de Andrés Trapiello, sobre 2666, de Roberto Bolaño. Ambos galardones, por cierto, se han destacado por su olímpico desentendimiento de la narrativa hispanoamericana.

Pero lo más determinante del eclipse de estos dos premios, no hay que llamarse a engaño, es el tipo de dotación que llevaban aparejada. En el caso del premio Salambó, ninguna: se suponía que era suficiente con el prestigio que imprimía al libro el haber sido destacado por un jurado compuesto de colegas escritores (como si no fueran escritores la mayor parte de los jurados de los premios así llamados "comerciales"). En el caso del premio Fundación José Manuel de Lara, 150.000 euros destinados, con todo el morro, no al autor, sino a la promoción de la obra ganadora, es decir, al editor, a la postre.

El tinglado de los premios literarios en España, como es bien sabido, responde a una rocambolesca mecánica que estos dos galardones difuntos pretendieron ignorar, atribuyéndose una representatividad y una autoridad que en la mayoría de los casos, si no todos, viene acreditada, al cabo -conviene tenerlo bien presente-, por el dinero puesto en juego, ostentosa o subrepticiamente. En el fondo, editores y escritores se arrogaron el papel que desde hace demasiado tiempo ha dejado vacante la crítica, y emularon el premio que, desprovisto él también de dotación, mantiene aún ésta como último vestigio de su mermado predicamento: el Premio de la Crítica. ¿A quién pudo ocurrírsele pensar que era una buena idea seguir semejante ejemplo?