Escritores descalzos
Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'
1 octubre, 2010 02:00Ignacio Echevarría
En la portada del suplemento cultural del ABC, Easton Ellis aparecía frente a su ordenador, con una suerte de batín, como recién levantado y ya dispuesto a la faena.
La fotografía de Almudena Grandes que acompañaba una extensa entrevista de Público la presentaba sentada al pie de unas escaleras, con una taza en la mano, llevando por único atuendo una camisa o huipil muy de andar por casa, más bien corto, que se abría por el lado dejando ver -¡guau!- buena parte del muslo.
Rafael Argullol, por su parte, aparecía en las páginas centrales de Babelia en plena majestad, informalmente arrellanado sobre un desgastado sofá chesterfield, tras una mesa baja llena de gruesos tomos de arte, brazos y piernas en la mismísima posición del Adán de Miguel Ángel poco después de haber sido humanizado por el dedo de Dios Padre.
Los tres, ya va dicho, iban descalzos.
De nuevo la casualidad -siempre la casualidad- quiso que, en esos días, me diera por hojear las Mitologías de Roland Barthes, y que me pusiera a leer, entre otras, la dedicada a "El escritor en vacaciones". No me resisto a ilustrar las fotos de nuestros tres escritores con lo que Barthes escribió hace ya más de medio siglo. También nuestros escritores, no cabe duda, acaban de regresar de unas merecidas vacaciones, y en cualquier caso encarnan, tan bien como cualesquiera otros, el mito que Barthes acierta a describir tan bien.
Observa Barthes la tendencia a presentar a los escritores como gente de lo más corriente, en poses "naturales" que ponen de manifiesto "una sublime contradicción": la que se da entre una condición prosaica, impuesta -ay- por una época materialista, y el prestigioso estatus que la sociedad concede tradicionalmente a sus "hombres [o mujeres] de espíritu, siempre desde el supuesto de que le resultan inofensivos".
Prueba de "la maravillosa singularidad"del escritor, según Barthes, es que, aun si comparte fraternalmente su tiempo de ocio con los simples trabajadores, no cesa sin embargo de producir. "El uno escribe sus recuerdos, el otro corrige pruebas, el tercero prepara su próximo libro..." Por mucho que esté distrayéndose o descansando, "su musa vela y da a luz sin interrupción".
"Las técnicas del periodismo contemporáneo -escribe Barthes- se dedican cada vez más a ofrecer un espectáculo prosaico del escritor. Pero sería un grave error tomar este hecho como un esfuerzo de desmistificación. Es todo lo contrario".
Al lector puede conmoverle e incluso halagarle ver que Easton Ellis trabaja en una mesa muy parecida a la que él mismo compró en IKEA, que Grandes usa el mismo tazón con que él mismo desayuna, que Argullol tiene en su salón el mismo volumen de las 100 obras maestras de la pintura que él se agenció en VIPS, pero ello no obsta para que "el saldo de la operación sea que el escritor se vuelva un poco más estrella".
Lo mismo viene a ocurrir, de hecho, con las estrellas del cine, del arte, de la música o de la moda: el acceso a su cotidianeidad, la pública exhibición de su condición humana, incluso demasiado humana (acuérdense de esos ¡aarg! que han hecho fortuna en la prensa canallesca), no hace más que profundizar el enigma de la excelencia que se les reconoce. En realidad, la figura del literato fue pionera a la hora de consagrar un modelo de cultura aparentemente laica en la que subsisten sin embargo categorías que evocan la inefabilidad y la trascendencia (en francés, recuérdese, la palabra clerc, clérigo, vale por persona instruida, letrada, intelectual).
"Proveer públicamente al escritor de un cuerpo bien carnal, revelar que le gusta el blanco seco y el biftec jugoso, es volver para mí aún más milagrosos, de esencia más divina, los productos de su arte. Los detalles de su vida cotidiana, en vez de hacer más próxima y más clara la naturaleza de su inspiración, confirman la singularidad mítica de su condición".
Palabra de Barthes, que solía salir calzado en las fotos.
Y que cada cual entienda lo que pueda.