¿Bienes de experiencia?
Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'
8 octubre, 2010 02:00Ignacio Echevarría
Rausell acude a la lista Forbes de las personas más ricas del mundo y observa que, de un tiempo a esta parte, se cuelan en ella, cada vez con más frecuencia, nombres de personajes cuya fortuna procede de esa esfera de producción de bienes simbólicos (J.K. Rowlling, por ejemplo, la creadora de Harry Potter). Lo cual sería indicativo de que la producción simbólica va adquiriendo centralidad en los espacios de intercambio del mercado.
A la hora de analizar las relaciones entre oferta y demanda que determinan los intercambios de bienes simbólicos, éstos ofrecen, sin embargo, algunas singularidades que dificultan la tarea. La principal es que, si no todos, "la mayoría de los bienes simbólicos son bienes de experiencia, es decir, no somos capaces de determinar a priori si nos van a gustar o no", si nos van o no a satisfacer, ni siquiera qué utilidad nos cabe darles.
"Para evitar decepciones -añade Rausell-, los consumidores nos comportamos de una manera muy precavida gastando mucho tiempo en reducir el riesgo de nuestras elecciones (leemos las críticas en los medios de comunicación, preguntamos a los amigos, estudiamos otros muchos indicadores indirectos), lo que incentiva el desarrollo de un complejo sistema de mediación que selecciona, señaliza, publicita y contribuye a distribuir los bienes culturales que consideran que deben ser distribuidos".
¿Es esto así? Aunque el artículo de Rausell apunta hacia otros derroteros -concretamente, a las incertidumbres acerca de cómo alcanzar, en la nueva era digital, "un acuerdo sobre quién tiene derecho y cómo puede participar en el reparto de la creciente tarta de la producción cultural"-, pienso que vale la pena cuestionarse ese "complejo sistema de mediación" al que él alude. Pues entiendo que resulta cada vez menos complejo, y que así es debido sobre todo a dos tendencias complementarias:
1. A medida que el intercambio de los bienes simbólicos acapara un mayor protagonismo, éstos tienden a circular conforme a las pautas establecidas para el intercambio de los bienes materiales, con los que se mimetizan. Es decir, los bienes simbólicos se consumen con una conciencia anticipada de su valor y de su utilidad.
2. Correspondientemente, se aflojan los mecanismos destinados a reducir el riesgo de la elección, lo cual comporta el ninguneamiento de la crítica y la entronización de la publicidad como principal señalizador conforme al cual se distribuyen determinados bienes culturales.
¿Es el progresivo desmantelamiento de la crítica y de las instancias mediadoras el responsable de que los supuestos bienes simbólicos dejen de ser bienes de experiencia? ¿O más bien ocurre al revés? Como sea, parece evidente que, en la noción de "bienes de experiencia", el término "experiencia" se va haciendo cada vez más blando y problemático. Cabría sugerir que lo que tiene lugar, en realidad, es una progresiva delegación de la experiencia personal en la experiencia de muchos; una asunción, por parte del individuo, del criterio manifestado previamente por "el público".
Baste pensar, por lo que a la industria editorial se refiere, en una lista de los libros más vendidos como la que el lector de este artículo puede consultar en la página vecina. Para la mayor parte de los compradores de esos libros, el criterio determinante para adquirirlos es que antes lo hayan hecho muchos miles como él. Y no es otro el argumento esgrimido por los publicistas: "Más de 100.000 ejemplares vendidos", más de 500.000, etcétera... Lo mismo vale para las películas o para las grandes exposiciones de arte.
No cabe hacerse demasiadas ilusiones, pues: el incremento de la capacidad que tienen los bienes simbólicos de generar riqueza parece directamente proporcional a la pérdida de su condición primordial de bienes de experiencia; a la renuncia, por parte del consumidor, a gastar tiempo en reducir el riesgo de su elección, y aún más que eso: a la renuncia de toda idea de riesgo, incluso de elección.