Ignacio Echevarría



Me pregunto si hay causas por las que vale la pena pronunciarse a favor, cuando nada parece cuestionarlas. Me lo preguntaba, semanas atrás, mientras leía un artículo de Rafael Reig titulado "A favor del argumento" (ABC cultural, 11 de diciembre de 2010). En él, Reig rompía lanzas en defensa de las novelas con argumento, y lo hacía de forma muy beligerante hacia quienes, al parecer, perseveran en denostarlas en nombre de cierto puritanismo estético.



Leyendo el artículo de Reig, podría uno llevarse la idea de que la mayor parte de los novelistas contemporáneos escriben lo que escriben acogotados por no se sabe qué severos censores que fruncen el ceño cuando ven utilizar un argumento con intriga.



"Se tiende a creer -dice Reig- que la trama, más si tiene intriga, no es más que un truco, como un fontanero que te hace un chapuza con una alambre y esparadrapo. Te ahorras una pasta, pero ¿cuánto va a durar? ¿Resistirá una relectura?"



Por mi parte, me pregunto dónde observa Reig esa tendencia. Dónde están esos "novelistas implacables", esos "lectores exigentes" que a él se le antojan "un tanto gazmoños" en su insistencia en no querer ser tomados por superficiales.



Lo que yo veo más bien, y por doquier, son tipos desinhibidos, novelistas y lectores campechanos que, a la que pueden, te sueltan, como el propio Reig, que a ellos, qué se le va a hacer, lo que les pone es "leer novelas de espías, libros de Stephen King y cosas de ciencia fición". El mismo Reig, al comienzo de su artículo, se refiere a "los últimos, furiosos coletazos de la vanguardia", dando a entender que esas posiciones rigoristas que en su día a punto estuvieron de disuadirlo de seguir leyendo novelas (pues al parecer casi todas eran, en su despuntar como lector, novelas sin argumento, "nadie escribía sobre un tipo al que le pasa algo") pertenecen al pasado, por mucho que él continúe ajustándoles las cuentas.



"Mire vuestra merced -dan ganas de decir a Reig, como un buen Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento."



Declararse a favor del argumento, en la actualidad, y hacerlo además en términos reivindicativos, es como declararse a favor de la ley de la gravedad, o -por seguir con Sancho- proclamar aquello de "¡Viva quien vence!". Nada objetable en sí, como no sea por eludible y gratuito.



De forma algo distinta pero en definitiva afín a como ocurre en el plano ideológico, también en el de la literatura se percibe, desde tiempo atrás (y, ojo, no hablo ahora de Reig), una cierta inclinación a hacer leña del árbol caído. Sólo que, en esta época de frío y manso conservadurismo, proliferan los leñadores de retoños derribados aún antes de que hayan alcanzado a dar sombra, los pobres.



Lo mismo da: el hacha se ensaña también con ellos, así sea para obtener astillas o virutas con que avivar el viejo lar a cuyo fuego se siguen contando las mismas historias de siempre.



Hace ahora treinta años, allá por los tiempos en que Reig nació como lector, Benet denunciaba en un vibrante artículo cómo "un considerable sector de las letras españolas" había decidido "cantar las excelencias del pan con chocolate", en alusión a las lecturas de adolescencia: Verne, Stevenson, etc., paladeadas a las horas de la merienda. Sin denostar, ni mucho menos, esas lecturas, Benet maliciaba que en esa vuelta al pan y chocolate había un trasfondo que iba "más allá de la renuncia a la seriedad cultural" y se insertaba "en el fundamento económico de toda moda".



"Sin duda la crisis económica y el ejemplo de ciertos artículos culturales sobre los que se montan negocios muy considerables -escribía Benet- han llevado a muchos a pensar sus obras en ‘términos de mercado', como ahora se dice en la jerga de los ejecutivos".



Y concluía: "Son pocos los que en España forcejean hoy con el público para imponer nuevos gustos y tal renuncia cobra hoy su mejor expresión en esta desdichada e innecesaria vuelta al pan con chocolate".



Desde entonces, la mayor parte de la narrativa española y de sus lectores han seguido nutriéndose de esa clase de "merienda cultural", a la que se ha añadido una amplia panoplia de bollería industrial de toda procedencia, con rechazo generalizado de dietas más creativas o más frugales, acaso menos saturadas de grasas y de azúcares.



En tales circunstancias, no parece que sea el pan con chocolate, ciertamente, lo que reclama valedores.