La aldea global
McLuhan tenía razón. Durante algunos años la gente se reía de él pero la realidad es que vivimos ya en la aldea global. Ni siquiera los dictadores saben cómo enfrentarse a internet. La Red se extiende por todos los rincones del planeta. No hay quien pueda con ella. Las viejas fórmulas de censura se desmoronan. Ni Cuba ni Corea ni China pueden dominar lo que se avecina, lo que, en gran parte, es ya gozosa realidad. De la censura que Franco impuso, una de las más ásperas del mundo, nos habríamos carcajeado los periodistas si hubiéramos dispuesto de internet.
El mundo vive el triunfo de la libertad de expresión. Las fórmulas globalizadoras, tan negativas en ciertos aspectos económicos por la voracidad de algunos, robustecen todas las expresiones culturales. En solo dos décadas hemos asistido a una transformación tecnológica en la comunicación que la explosión de Gutemberg en la literatura o del microsurco en la música se ha convertido en humo de pajas.
El mundo es una aldea en la que todos pueden hablar con todos sin cortapisas ni veladuras. No existen fronteras, ni siquiera puertas y candados. Hemos creado, casi sin darnos cuenta, el patio de vecindad a escala mundial. Vivimos en la supranacionalidad. Tal vez por eso resultan tan ridículos los nacionalismos decimonónicos que zarandean a la España de Carod Rovira e Ibarreche. A Felipe II le costaba seis meses recibir respuesta de su virreinato en Lima. Sus cartas tardaban tres meses en llegar al virrey y, Perricholas aparte, la pronta respuesta no estaba en el despacho monacal del Rey en El Escorial hasta tres meses después. Napoleón tuvo que salir de Madrid a uña de caballo cuando, con una semana de retraso, se enteró de que Fouché y Talleyrand habían cenado juntos y que conspiraban contra él. John Walker se inventó un sistema de palomas mensajeras para que las noticias llegaran sin retrasos excesivos al The Times en Londres.
Ahora la comunicación es instantánea. Y beneficia a todos. Con un teléfono móvil, Julio César hubiera sabido a tiempo, al margen de las palabras y las monedas, si Cleopatra era una mujer bella. Se enteró demasiado tarde, cuando ya había caído en su embrujo. En el gran patio de monipodio en que se ha convertido el mundo la información lo anega todo. Es imposible poner puertas al campo o hacer rayas en el mar. Lo que ocurre es que hay espinas entre tantas rosas. Aunque el balance sea positivo, aunque la Red beneficia a la Humanidad al 80%, el resto negativo emponzoña las relaciones personales, nacionales e internacionales y es necesario legislar para embridar tanto caballo al galope. Internet es un formidable instrumento para el bien. También para hacer daño. Joseba Elola ha publicado un estremecedor reportaje sobre Anonymous, una legión de ciberactivistas sin nombres ni portavoces, que luchan por los derechos humanos. Se trata de un movimiento germinal que robustece derechos y libertades pero que, fuera de todo control, puede también dañar la convivencia.
Internet es el gran desafío del derecho internacional. Deben aprobarse y aplicarse leyes nuevas de consenso universal para acentuar y consolidar la libertad de expresión. En otro caso los movimientos libertarios se harán dueños de una parte sustancial la Red.
Zig-Zag
Robos, persecuciones, intriga, enfermedades raras, soledades altivas, manías persecutorias, bipolaridad, diálogos fulgurantes, reflexiones profundas, entraman la interesante novela que ha escrito Alicia Huerta. La autora ha hecho una construcción de vanguardia, ha dibujado con trazo firme la psicología de los personajes y enciende al lector en cada página. Delirios de la persecución es una excelente novela que cosechará muchos lectores. Cuando Marcos acude a visitar a Claudia, su mujer enferma, los médicos habían atado a la cama sus muñecas y tobillos. Es una de las escenas límite narradas con pluma firme por Alicia Huerta, que, además, riega el relato con su extensa cultura musical y artística.