Neomalditismo
Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'
18 marzo, 2011 01:00En otros tiempos, en la comisaría misma, el gendarme de turno hubiera tratado de apaciguar a los denunciantes explicándoles que, lamentablemente, el señor Galliano suele frecuentar el bar La Perle a esas horas, que se mete de todo, que no lo sabe llevar y que, llegada cierta hora, cocido como un piojo, tiende a decir sandeces y a reaccionar agresivamente frente a las miradas de los curiosos. Que, por penoso que resulte, no hay que darle más importancia de la que tiene, y basta con no atizarlo. Que ellos -los gendarmes- están hasta la gorra de recibir quejas del comportamiento del señor Galliano, pero que ya se sabe cómo son estas estrellotas, qué les vamos a contar. Bastante tienen con tener que pasearse todo el día con esas pintas y ser señaladas con el dedo allí donde vayan. Respecto a sus invocaciones a Hitler y sus manifestaciones de antisemitismo... Sí, claro, resulta siempre desagradable oír esas cosas, pero ¿quién puede tomárselas en serio? ¡Pipí, caca, culo!...: viene a ser eso mismo. El tipo suele estar ebrio cuando suelta esas gilipolleces en público y, por lo demás, resulta inofensivo.
Así habría ocurrido en otro tiempo. Pero en la actualidad, y gracias al dichoso vídeo, los denunciantes acuden, después de la comisaría, a la redacción de un periódico o de un canal de televisión, que recibe el documento con avidez y regocijo y se apresura a encender la llama del escándalo y de la condena unánime en nombre de la corrección política. En calidad de prueba acusatoria, el vídeo es colgado de inmediato en la red, aunque, eso sí, con un prudente pitido cubriendo las expresiones más fuertes, no fueran a ofenderse los castos oídos de los rectos ciudadanos.
El bochornoso episodio de la denuncia y puesta en picota de John Galliano, con todas sus secuelas, es ilustrativo de la alarmante ola de fariseísmo que, alentada por los medios de comunicación, no deja de prosperar por doquier. Dado que el sexo y la religión han ido perdiendo su condición de tabúes, la moralidad pública, con su correspondiente mojigatería, se ha acastillado en el fundamentalismo democrático. Éste, a su vez, cuenta con sus propias partes pudendas, entre las cuales la más intocable es la prescriptiva e inequívoca condena del nazismo y el Holocausto, que -con razón, sin duda, pero con irritante exclusividad- proveen al imaginario colectivo de su más común y consensuada representación del Mal con mayúsculas, de lo execrable por antonomasia.
Pocas bromas con eso, como tuvo ocasión de constatar no hace mucho Nacho Vigalondo. Tampoco a él le valió de atenuante, pese a la coña más que evidente con que lo hizo, el escribir que escribía lo que escribió ("¡El holocausto fue un montaje!") después de haberse tomado cuatro vinos y hallarse supuestamente -como el mismo Galliano desde hace ya mucho tiempo- borracho de fama. Los mismos ciudadanos que, día tras día, leen sin inmutarse la sección de economía de los diarios, o descubren sorprendidos que sus vecinos norafricanos se hallaban sujetos a inaguantables tiranías, se sienten concernidos e indignados por la broma inconveniente de un humorista o por los delirios exterminadores de un ídolo de barro, a quien, entretanto, los mismos medios que han inducido su caída en desgracia aprovechan el tirón para incrementar su leyenda y dedicarle portadas.
Y he aquí que el nuevo malditismo, concitador de la cólera y el escándalo, no lo encarna ya un artista resuelto a subvertir la moral de la sociedad que lo incomprende o excluye, sino un divo descerebrado, harto del público, a quien no se le ocurre nada más ingenioso que mentar al Diablo.
Motivo por el que, en lugar de ser quemado en la hoguera, es ingresado en una glamourosa clínica de desintoxicación en Arizona.