Ignacio Echevarría



Los sistemas de reproducción basados en la grabación mecánica liberaron a los intérpretes musicales de tener que tocar y cantar en público, o al menos de hacerlo con la asiduidad a que estaban obligados para ganarse la vida. La tecnología alteró espectacularmente las condiciones de su trabajo, incluso su forma de vida, que la tecnología misma parece dispuesta ahora a deshacer, empujándolos de nuevo a los escenarios.



El caso de los escritores dista mucho de ser parecido. Lo propio de su actividad suele ser escribir, y el tiempo dedicado a ello no se ha visto sustancialmente condicionado por las tecnologías aplicadas tanto a la escritura como a la reproducción de los textos. De ahí que no sea razonable esperar grandes cambios en su posición a consecuencia de la inminente transformación de la industria del libro, cualquiera sea el grado en que ésta se cumpla.



Que algunos escritores se lancen también a los escenarios, se diría que obedece a un malentendido acerca de la función que les corresponde desempeñar y del margen de actuación que aún le resta a la literatura en una cultura de masas. Puestos a hacerlo, sin embargo, se pregunta uno si no sería más apropiado que fuese para, sencillamente, leer sus propias obras, sin mucha más parafernalia. En el ámbito germánico, sobre todo, pero también en el anglosajón y en otros, existe una larga tradición de lectura pública que provee a los escritores de una vía adicional no sólo de publicidad, sino también de ingresos. Los admiradores de un autor pagan una módica cantidad por escucharle leer sus textos. Y todos salen ganando, pues leer bien en voz alta puede constituir todo un arte, una forma de iluminar decisivamente la comprensión de un texto, y es también una buena técnica para mejorar la calidad de la lectura silenciosa, además de la escritura, tan falta últimamente de prosodia.



Promover las lecturas públicas podría ser una vía de ampliar el campo de actuación de los escritores en una dirección consecuente con su oficio. Pero sería ingenuo albergar grandes expectativas en esta dirección. Y no sólo porque se requieren hábitos que escasean por estos pagos (leer bien, saber escuchar), sino, sobre todo, porque, a diferencia de los intérpretes musicales, los escritores no han dejado de prodigarse en todo este tiempo con bastante gratuidad.



Ahora que tanto se cuestiona la gratuidad de las descargas por internet, que afectan de modo creciente a los libros, no está de más detenerse a pensar en cómo no ha dejado de fomentarse desde muy atrás un arraigado sentimiento de gratuidad en lo relativo a la palabra. Empujado tantas veces a convertirse en mercachifle de sus propios libros, el escritor se ha acostumbrado a prodigarse gratuitamente en toda suerte de actos, directamente promocionales o no, y ha malbaratado hasta cierto punto su propio patrimonio. El público, por otro lado, se ha acostumbrado a concurrir gratuitamente a muchos de esos actos y, curado de espantos, lo hace atraído más por la curiosidad de ver en persona a éste o aquél escritor que por los contenidos específicos del acto en cuestión. ¿Podría ser de otro modo? La proliferación de "festivales" literarios, en particular de los Hay Festival, parece señalar un camino; pero lo hace, cómo no, en la línea de los festivales musicales. La necesidad de atraer un público masivo impone en estos festivales la ley del "todo vale", con el abigarramiento característico que tiene por consecuencia. Y cuesta reconocer, en medio de estos y otros tinglados similares, una verdadera atención al peso real de las palabras pronunciadas.



Como sea, frente a la amenaza bastante inminente de un cambio de reglas en la industria del libro, pareciera que el escritor, precisamente por haber contribuido al gratuito derroche de la palabra dicha a viva voz, aligerada de la responsabilidad que pesa sobre la escrita, lo tiene más difícil a la hora de procurarse dignamente vías complementarias de subsistencia, más allá de las ya conocidas.



En un reciente artículo, inspirador de esta columna, titulado "Pagar por las palabras", Diego A. Manrique contaba cómo, años atrás, lo entrevistaron para un reportaje radiofónico de la CBC canadiense. Unos meses después recibió un talón por una modesta cantidad de dólares. "Era, me explicaron, la valoración por mi intervención, medida al segundo, en el programa finalmente emitido. Al invitado se le compensa por la misma razón que se paga al reportero. Mi pasmo fue monumental." Habría que pararse a pensar un rato en las razones de ese pasmo. Y sacar algunas consecuencias.