Ignacio Echevarría



Para satisfacer su curiosidad, los visitantes extranjeros nos obligan a menudo a formular y verbalizar ideas en torno a asuntos sobre los que no tenemos explicaciones bien articuladas. Es el caso de las preguntas a que suelen dar lugar, en relación a España, la superposición y el conflicto de diferentes culturas nacionales y sus correspondientes exaltaciones nacionalistas. ¿Cómo dar razón de semejante galimatías?



Elias Canetti declaraba leer cada año varios capítulos de El hombre sin atributos, de Robert Musil, como método de estímulo y nutrición intelectual. Yo tiendo a utilizarlo más bien como una especie de I Ching de la cultura contemporánea: cualquiera sea la página por la que lo abra, encuentro siempre un pasaje que ilumina la confusión y la estupidez reinantes.



Es ya un tópico referirse a la Viena del primer tercio del siglo XX como "campo de pruebas de la destrucción del mundo" (Karl Kraus). Mucho menos apocalíptico, Musil contempla Kakania (su forma particular de nombrar el viejo Imperio Austro-Húngaro) con un sentido del humor que no resta un ápice a su ejemplaridad como "laboratorio" de las contradicciones y los desmanes que ha terminado por imponerse en todo el planeta, incluido este pintoresco rincón que es la península ibérica. Respecto a los mencionados sentimientos nacionales, encuentro en el libro primero de El hombre sin atributos, capítulo 42 de la parte II, este estupendo pasaje, en referencia a la nacionalidad austro-húngara:



"Este concepto de nacionalidad austro-húngara estaba de tal manera formado que es casi inútil explicarlo a quien no lo haya adquirido por propia experiencia. No estaba constituido por una parte austríaca y otra húngara que, como se podría pensar, se completaban entre sí y formaban un todo, sino que lo componían una parte y un todo, o sea, el concepto del Estado húngaro, por un lado, y por el otro concepto del Estado austro-húngaro; este último tenía su morada en Austria, mientras el concepto de nacionalidad austríaca carecía de patria. El austríaco existía sólo en Hungría, y allí, bajo la forma de aversión; en casa se llamaba a sí mismo súbdito de los reinos y países de la Monarquía austro-húngara representados en la Cámara, lo cual significaba tanto como declararse austríaco-más-un-húngaro-menos-este-húngaro, y no lo hacía por entusiasmo, sino por amor a una idea que lo repugnaba, pues no podía soportar a los húngaros como tampoco los húngaros a él; así que el asunto se complicaba más todavía. Muchos se llamaban por eso polacos, checos, eslovenos o alemanes a secas, lo cual producía ulteriores divisiones..."



Salvadas las distancias, y hechos los oportunos deslizamientos, el parrafito de marras sirve bastante bien para tratar de explicar a un interlocutor foráneo qué tipo de sustancialidad resta al sentimiento nacional español en relación al, pongamos por caso, gallego, vasco o catalán. Pues cabe sugerir, parafraseando a Musil, que, si bien el concepto de Estado español tiene su morada en España, el concepto de nacionalidad española carece, en rigor, de patria. El español parece existir únicamente en Cataluña, o en Euskadi, o en Galicia, donde, si no con aversión, quien se autoproclama como tal es contemplado aprensivamente. En Madrid, pongamos por caso, invocarse español equivale -por decirlo como Musil- a declararse español-más-catalán-más-vasco-etcétera-menos-este-catalán-este-vasco-etcétera.



Uf.



Confío en que, de puro enrevesada, la observación pierda parte de su potencial polémico o escandalizador. Ciñéndonos de momento al ámbito cultural, que es el que aquí nos corresponde, lo que se viene a decir es que la marca España parece vaciada de contenido específico, como no sea el de la lengua castellana, demasiado extenso. Todas sus otras manifestaciones tienden a ser rehuidas, ya sea con discreción o con aspavientos.



¿Cultura española? Buena parte de lo que habría de englobar este concepto se distancia ostentosamente de él para reclamar otra etiqueta. El concepto permanece así flotante, eficaz desde un punto de vista técnico pero no -por así decirlo- desde el punto de vista sentimental. Pareciera que nombra una cultura de Estado, susceptible de designar un artista para una bienal o de galardonar a un escritor con el Premio de las Letras, pero que, más allá de eso, permanece flotante sobre un territorio en el que su tradición, su historia, su folclore, su mitología sólo son parcial y condicionalmente asumidas, en grado muy diverso, por sus distintos pobladores. Una cultura apátrida, pues, que en el mejor de los casos admite ser comparada a la selección nacional de fútbol, desencadenadora de un patriotismo más selectivo que integrador, oportunista, superficial, cuando no simplemente residual.